1/10/2012

PAGUE TRES POR EL PRECIO DE UNO.

Beneficiarios de los pecados de los hombres no eran solamente los sacerdotes, sino el mismo templo de Jerusalén.
Considerado la banca más importante del Medio Oriente, el templo debía su riqueza a las ofrendas que todo el pueblo tenía que llevar para obtener el perdón de las culpas o para recibir particulares favores.
Todo hebreo tenía la obligación de ir a Jerusalén con ocasión de las tres grandes fiestas agrícolas religiosas (Pascua, Pentecostés y Tabernáculos, Ex 23,14-17).
La subida a Jerusalén no era solamente devocional.
La perentoria advertencia atribuida a Dios por la Biblia en beneficio de los sacerdotes es explícita: "Nadie se presentará ante mí con las manos vacías" (Éx 34,20; Eclo 35,4), y para evitar malentendidos los sacerdotes establecían cómo y de cuánto debían estar llenas estas manos.
El libro del Levítico contiene una lista precisa de tarifas donde se indica qué hay que ofrecer por cada culpa para obtener el perdón.
Por la culpa de un jefe del pueblo, Dios pide "un macho cabrío sin defecto" (Lv 4,23), pero "si es un propietario el que por inadvertencia traspasó alguna prohibición del Señor, incurriendo así en reato, al darse cuenta de la transgresión cometida, ofrecerá una cabra sin defecto en sacrificio expiatorio" (Lv 4,27-28).
Como alternativa, Dios se contenta incluso con un cordero (Lv 4,32).
Para otras culpas está previsto solamente un carnero (Lv 5,15).
Si el oferente es pobre, Dios aplaca su enojo por "dos tórtolas o dos pichones" Lv 5,7), y si no tiene medios bastará con un poco de harina, pero que sea "flor de harina".
En el momento del sacrificio del animal, estaba establecido por decreto divino que las partes mejores (pechuga y pierna) fuesen para los sacerdotes (Lv 7,28-35) y, siempre por voluntad de Dios, estaba destinado a los sacerdotes "lo mejor del aceite, del vino y del trigo" (Nm 18,12).
Todos los días se ofrecían en el templo millare de animales para expiar las innumerables transgresiones de la Ley que hacían impuro al hombre.
En tiempos de Jesús los mercados de animales para los sacrificios eran gestionados por la familia del sumo sacerdote Anás.
Verdadera víctima sacrificial, el peregrino se veían obligado a comprar al sumo sacerdote un animal que luego le debía ofrecer también... y si quería comer debía comprar la carne en las carnicerías de Jerusalén, todas controladas por Anás, el sumo sacerdote y carnicero de Dios.

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