En su
viaje hacia Jerusalén, Jesús va precedido por sus discípulos, a los que ha
enseñado a duras penas que la verdadera grandeza del hombre consiste en servir
y no en dominar.
Esta aclaración
surgió a causa de la enésima disputa de los discípulos, que discutían entre sí
para saber «cuál de ellos sería el más grande » (Lc 9,46).
Y mientras
el Señor está tratando de hacer comprender que, al contrario de la sociedad, en
su comunidad «el que es de hecho más pequeño de todos, ése es grande. (Lc 9,48),
Juan, uno de los dos hermanos, lo interrumpe.
Demostrando
no haber comprendido nada de cuanto ha dicho Jesús, se dirige a él llamándolo “Jefe”,
y proclama triunfante: «Hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y
hemos intentado impedírselo, porque no te sigue junto con nosotros .. (Lc 9,49).
Es ésta
la única vez que uno de los hijos de Zebedeo aparece sólo.
Y mediante
la eliminación de la figura del hermano, el evangelista pretende poner en paralelo
la actitud intolerante de Juan con la del también celoso Josué.
Éste, que
era «ayudante de Moisés desde joven » (Nm 11,28), se apresura para protestar ante
su señor, porque también algunos que no habían participado en la ceremonia de
investidura de profeta habían recibido el Espíritu y se habían puesto “a profetizar
en el campamento » (Nm 11,26).
Josué considera
este hecho intolerable y se vuelve a Moisés diciéndole: “Prohíbeselo tú, Moisés
» (Nm 11,28).
Aunque la
intervención de Juan está motivada por el hecho de que hay uno que actúa en
nombre de Jesús sin formar parte del grupo oficial de los doce.
No afirma
que ése no siga a Jesús, sino que no lo sigue con ellos.
Santo
patrón de todos aquellos movimientos eclesiales que presumen de ser la única
respuesta posible al mensaje de Jesús, Juan considera inconcebible que haya
quien pueda seguir al Señor fuera de su comunidad.
Dominado
por su fanatismo, el discípulo no se da cuenta de lo absurdo de la situación:
ha impedido a aquél expulsar los demonios, mientras él y los otros discípulos,
a los que Jesús había dado «poder y autoridad sobre todos los demonios- (Lc 9,1), se muestran
incapaces de hacerla (“He rogado a tus discípulos que lo echen, pero no han sido
capaces” , (Lc 9,40).
Como Moisés
ha reaccionado negativamente a la intolerancia de Josué (“¿Estás celoso de mi? ¡Ojalá
todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!” … (Lc
9,50).
Para Jesús
se puede muy bien ser su seguidor sin tener que pertenecer necesariamente al grupo
de los discípulos.
Pero éstos
siguen sin comprender y, puestas estas premisas, la misión de los mensajeros enviados
por Jesús delante de él no podía sino fracasar.
De hecho,
éstos entraron en una aldea de Samaría para preparar su llegada, pero se
negaron a recibirlo, “porque había resuelto ir a Jerusalén .. (Lc 9,52-53).
El evangelista
había escrito que Jesús «resolvió ponerse en camino para encararse con Jerusalén”,
en una actitud de condena.
Los mensajeros,
encargados de abrirle el camino, omiten este importante aspecto y anuncian de modo
triunfal solamente que Jesús iba hacia Jerusalén.
En esta
frase está el motivo de la hostilidad de los samaritanos, que, en otras ocasiones,.
se muestran muy acogedores con Jesús.
Enemigos
mortales de los judíos, los samaritanos acogerían con sumo gusto al Jesús que
va a encararse con Jerusalén, pero no desean recibir al Mesías que va a ser proclamado
el rey de los judíos, y que los deberá someter y dominar junto a los otros pueblos
paganos: “Samaría pagará la culpa de rebelarse contra su Dios; los pasarán a cuchillo,
estrellarán a las criaturas, abrirán en canal a las preñadas” (Os 14,1).
Ofendidos
por el rechazo de la aldea, Santiago y Juan piden a Jesús vengarse: -Señor, si uieres,
decimos que caiga un rayo y los aniquile” (Lc 9,54).
Empujando
a Jesús para que se impongan por la fuerza, los discípulos tientan a su maestro
como lo hizo el demonio en el desierto, cuando lo invitó a manifestar su divinidad
de modo estruendoso.
Los
hijos de Zebedeo pretenden ser discípulos de aquel que ha dicho “al que te pegue
en la mejilla, preséntale también la otra». Pero, en realidad ellos no siguen
ni la enseñanza de Jesús, ni la de Moisés, que había tratado de limitar la venganza
al daño recibido (“ojo por ojo, diente por diente”, Éx 21,24).
«Los hijos
del trueno» son dignos discípulos de Lamec, el primero que se gloriaba de vengarse
setenta y siete veces, y de que «mataría a un joven por una cicatriz» (Gen 4,23),
y de Elías el profeta, que no perdía tiempo en hablar con sus adversarios, sino
que los reducía a cenizas de cincuenta en cincuenta (“Cayó un rayo y abrasó al oficial
con sus cincuenta hombres” 2 Re 1,9-12).
Pero
Jesús no es Elías, no ha venido a destruir a los pecadores, sino a salvarlos y,
al contrario de Lamec, a éstos no se les concede «setenta y siete veces » (Mt 18,22)
la venganza, sino el perdón. Como había vencido la tentación del diablo cuando
en «Jerusalén, lo puso en el alero del templo y le dijo: Si eres el hijo de
Dios, tírate de aquí abajo» (Lc 4,9), ahora Jesús rechaza con fuerza la tentación
de los discípulos y, en lugar de hacer bajar «un rayo del cielo», hará precipitar
a Satanás del cielo, el gran acusador de los hombres junto a Dios: «¡Ya veía yo
que Satanás caería del cielo como un rayo!” (Lc 10,18).