7/31/2013

LOS HIJOS DEL TRUENO (Lc 9,51-56).Santo Patrón.



En su viaje hacia Jerusalén, Jesús va precedido por sus discípulos, a los que ha enseñado a duras penas que la verdadera grandeza del hombre consiste en servir y no en dominar. 

Esta aclaración surgió a causa de la enésima disputa de los discípulos, que discutían entre sí para saber «cuál de ellos sería el más grande » (Lc 9,46). 

Y mientras el Señor está tratando de hacer comprender que, al contrario de la sociedad, en su comunidad «el que es de hecho más pequeño de todos, ése es grande. (Lc 9,48), Juan, uno de los dos hermanos, lo interrumpe. 

Demostrando no haber comprendido nada de cuanto ha dicho Jesús, se dirige a él llamándolo “Jefe”, y proclama triunfante: «Hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y hemos intentado impedírselo, porque no te sigue junto con nosotros .. (Lc 9,49). 

Es ésta la única vez que uno de los hijos de Zebedeo aparece sólo. 

Y mediante la eliminación de la figura del hermano, el evangelista pretende poner en paralelo la actitud intolerante de Juan con la del también celoso Josué. 

Éste, que era «ayudante de Moisés desde joven » (Nm 11,28), se apresura para protestar ante su señor, porque también algunos que no habían participado en la ceremonia de investidura de profeta habían recibido el Espíritu y se habían puesto “a profetizar en el campamento » (Nm 11,26). 

Josué considera este hecho intolerable y se vuelve a Moisés diciéndole: “Prohíbeselo tú, Moisés » (Nm 11,28). 

Aunque la intervención de Juan está motivada por el hecho de que hay uno que actúa en nombre de Jesús sin formar parte del grupo oficial de los doce. 

No afirma que ése no siga a Jesús, sino que no lo sigue con ellos. 

Santo patrón de todos aquellos movimientos eclesiales que presumen de ser la única respuesta posible al mensaje de Jesús, Juan considera inconcebible que haya quien pueda seguir al Señor fuera de su comunidad.
Dominado por su fanatismo, el discípulo no se da cuenta de lo absurdo de la situación: ha impedido a aquél expulsar los demonios, mientras él y los otros discípulos, a los que Jesús había dado «poder y autoridad sobre todos los demonios- (Lc 9,1), se muestran incapaces de hacerla (“He rogado a tus discípulos que lo echen, pero no han sido capaces” , (Lc 9,40). 

Como Moisés ha reaccionado negativamente a la intolerancia de Josué (“¿Estás celoso de mi? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!” … (Lc 9,50). 

Para Jesús se puede muy bien ser su seguidor sin tener que pertenecer necesariamente al grupo de los discípulos. 

Pero éstos siguen sin comprender y, puestas estas premisas, la misión de los mensajeros enviados por Jesús delante de él no podía sino fracasar. 

De hecho, éstos entraron en una aldea de Samaría para preparar su llegada, pero se negaron a recibirlo, “porque había resuelto ir a Jerusalén .. (Lc 9,52-53). 

El evangelista había escrito que Jesús «resolvió ponerse en camino para encararse con Jerusalén”, en una actitud de condena. 

Los mensajeros, encargados de abrirle el camino, omiten este importante aspecto y anuncian de modo triunfal solamente que Jesús iba hacia Jerusalén. 

En esta frase está el motivo de la hostilidad de los samaritanos, que, en otras ocasiones,. se muestran muy acogedores con Jesús. 

Enemigos mortales de los judíos, los samaritanos acogerían con sumo gusto al Jesús que va a encararse con Jerusalén, pero no desean recibir al Mesías que va a ser proclamado el rey de los judíos, y que los deberá someter y dominar junto a los otros pueblos paganos: “Samaría pagará la culpa de rebelarse contra su Dios; los pasarán a cuchillo, estrellarán a las criaturas, abrirán en canal a las preñadas” (Os 14,1). 

Ofendidos por el rechazo de la aldea, Santiago y Juan piden a Jesús vengarse: -Señor, si uieres, decimos que caiga un rayo y los aniquile” (Lc 9,54). 

Empujando a Jesús para que se impongan por la fuerza, los discípulos tientan a su maestro como lo hizo el demonio en el desierto, cuando lo invitó a manifestar su divinidad de modo estruendoso. 

Los hijos de Zebedeo pretenden ser discípulos de aquel que ha dicho “al que te pegue en la mejilla, preséntale también la otra». Pero, en realidad ellos no siguen ni la enseñanza de Jesús, ni la de Moisés, que había tratado de limitar la venganza al daño recibido (“ojo por ojo, diente por diente”, Éx 21,24). 

«Los hijos del trueno» son dignos discípulos de Lamec, el primero que se gloriaba de vengarse setenta y siete veces, y de que «mataría a un joven por una cicatriz» (Gen 4,23), y de Elías el profeta, que no perdía tiempo en hablar con sus adversarios, sino que los reducía a cenizas de cincuenta en cincuenta (“Cayó un rayo y abrasó al oficial con sus cincuenta hombres” 2 Re 1,9-12). 

Pero Jesús no es Elías, no ha venido a destruir a los pecadores, sino a salvarlos y, al contrario de Lamec, a éstos no se les concede «setenta y siete veces » (Mt 18,22) la venganza, sino el perdón. Como había vencido la tentación del diablo cuando en «Jerusalén, lo puso en el alero del templo y le dijo: Si eres el hijo de Dios, tírate de aquí abajo» (Lc 4,9), ahora Jesús rechaza con fuerza la tentación de los discípulos y, en lugar de hacer bajar «un rayo del cielo», hará precipitar a Satanás del cielo, el gran acusador de los hombres junto a Dios: «¡Ya veía yo que Satanás caería del cielo como un rayo!” (Lc 10,18).

LOS HIJOS DEL TRUENO Lc 9,51-56). Para encararse con Jerusalén.



Jesús ha vivido situaciones de gran conflicto en su pueblo y en las ciudades que se han beneficiado de sus acciones. 

Se lamenta de la indiferencia de Galilea y experimenta el odio de Judea donde será asesinado. 

Únicamente es aceptado en la cismática Samaría. 

Por este motivo, los samaritanos son presentados en los evangelios de modo positivo, en contraposición a los galileos y los judíos. 

Jesús “vino a su casa y los suyos no lo acogieron” (Jn 1,11). Los judíos lo rechazan, pero los samaritanos están prontos para recibirlo: «le rogaron que se quedara con ellos” (Jn 4,40). 

Después de la predicación fallida en la sinagoga de Nazaret, Jesús “estaba sorprendido de su falta de fe” (Mc 6,6) y comentó entristecido que “sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa desprecian a un profeta" (Mc 6,4). 

Pero, si en Nazaret los Galileos no han creído en Jesús en Sicar “rnuchos de los samaritanos le dieron su adhesión” (Jn 4,39) y, en el episodio de la purificación de los diez leprosos, el único que lo agradece es el samaritano, que gana la admiración de Jesús por su fe.

Cuando Jesús manifiesta a los judíos el proyecto de Dios sobre la humanidad, éstos “trataban de matarlo, ya que ... llama a Dios su propio Padre, haciéndose igual a Dios" (Jn 4,42). 

En el evangelio de Lucas la expresión «tener compasión", que se aplica en la Biblia únicamente a Dios, se encarna en la acción del samaritano que socorre al herido ignorado por el sacerdote (Lc 10,33). 

Sólamente en una ocasión los samaritanos son presentados negativamente, y es, precisamente, en un episodio que tiene por protagonistas a los hijos del Zebedeo. 

Escribe Lucas que “cuando iba llegando el tiempo de que se lo llevaran a lo alto, Jesús también resolvió ponerse en camino para encararse (lit. -endurecer el rostro … ) con Jerusalén .. (Lc 9,51). 

Para hacer comprender las intenciones de Jesús, el evangelista utiliza literalmente la expresión «endurecer su rostro .. . que, en la Biblia, indica una actitud hostil como preludio de un enfrentamiento con alguno. 

Cuando Yahvé anuncia la destrucción de Jerusalén dice: 

“Yo he endurecido mi rostro contra esta ciudad para mal “ (Jr 21,10), y al profeta Ezequiel Dios le pide: “Endurece tu rostro contra Jerusalén y habla contra sus santuarios” (Ez 21,7 LXX). 

Jesús está decidido a encararse a Jerusalén y sube al Templo para denunciar a las autoridades religiosas que han convertido la casa de Dios en una “cueva de ladrones” (Lc 19,46).

LOS HIJOS DEL TRUENO (Lc 9,51-56). Santiago y Juan.



Invitando a los discípulos a seguirlo, Jesús había puesto  como condición romper toda dependencia de su padre para llegar a ser hijos del único padre, “el del cielo” (Mt 19,29). 

Santiago y Juan han intentado hacerla (“Dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los asalariados y se marcharon con é”-, Mc 1,20), pero no lo han logrado y han seguido siendo “los hijos de Zebedeo”. 

Este padre aparece como la figura embarazosa que domina toda la existencia de los dos hermanos, presentados en el evangelio de Juan sin su nombre, sólo como “los hijos de Zebedeo” (Jn 21,2). 

Zebedeo es padre y patrono de los hijos, que trabajan para él junto con otros asalariados, formando sociedad con Simón (Lc 5,10) 

Los hijos de Zebedeo son inseparables. 

Mientras Simón y Andrés, la primera pareja de hermanos llamada por Jesús, no aparecerán nunca más juntos, Santiago y Juan están siempre unidos. 

Junto a Simón, a quien Jesús dio el sobrenombre de “piedra” (Mt 16,18), Santiago y Juan serán los únicos discípulos a los que el Señor pondrá un sobrenombre: “a éstos les puso de sobrenombre 'Boanerges', es decir, 'Truenos´ [rayos]» (Mc 3,17), subrayando su carácter belicoso. 

Empujados por la ambición, los dos hermanos siguen a Jesús esperando compartir el triunfo glorioso en Jerusalén. 

Gloria que no pretenden repartir con ninguno, ni con su socio de negocios, Simón, ni mucho menos con el resto del grupo de los discípulos. 

Ahora, avistando Jerusalén, Jesús trata de hacerles comprender, por tercera y última vez, que en la ciudad santa no le esperan festejos, sino persecuciones, porque «el Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los letrados, le condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos; se burlarán de él, lo azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará» (Mc 10,33-34). 

Como si hubiese hablado al viento, las palabras de Jesús no son recibidas por Santiago y Juan, porque «su ánimo es interesado" (Ez 33,31). 

La ambición que los domina hace ciertamente que, incluso teniendo «oídos para oír» (Ez 12,2), y mientras Jesús habla de su destino, los hijos de Zebedeo interrumpan los lúgubres pronósticos del maestro para afrontar la cuestión que llevan muy dentro: “Maestro, queremos que lo que te pidamos lo hagas por nosotros” (Mc 10,35). 

En realidad no van a Jesús para pedir, sino para imponer (“queremos…”).

Jesús ha hablado de muerte y ellos piensan en la gloria: “Concédenos sentamos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda el día de tu gloria" (Mc 10,35).

Jesús replica a ellos que la gloria, la verdadera, se manifestará en la cruz. Pero, al lado del crucificado, no estarán estos dos discípulos, sino -dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda» (Mc 15,27).

7/30/2013

LOS DE BETSAIDA. La caída del muro.



Felipe y Andrés aparecen juntos por segunda vez, en el evangelio de Juan, durante una fiesta de Pascua, la tercera y última de que habla el evangelio.

En esta ocasión el evangelista presenta a los dos discípulos animándose para afrontar unidos una cuestión difícil. Por la fiesta habían subido a Jerusalén también “algunos griegos” (Jn 12,20), esto es, extranjeros provenientes del paganismo, atraídos por el culto que se celebraba en el templo de Jerusalén.

La petición de estos extranjeros de ver a Jesús desorienta a Felipe. Incluso teniendo nombre griego, era heredero de una tradición que veía en Grecia la nación corruptora que, con sus costumbres depravadas, trataba de manchar la moral y la religión de los judíos.

La historia recordaba el trágico período del “dominio de los griegos”, cuando éstos “construyeron un gimnasio en Jerusalén, disimularon la circuncisión y apostataron de la alianza” (1 Mac 1,10.14-15).

La sangrienta revuelta contra la dominación griega por manos del sacerdote Matatías, un par de siglos antes, era descrita con abundancia de particulares truculentos en los dos libros de los Macabeos, textos que eran tenidos en gran consideración para mantener siempre vivo el fuerte sentido nacionalista judío. 

Pues bien ahora hay algunos griegos que quieren conocer a Jesús. 

Para hacerla se acercan a los únicos discípulos que llevan nombre griego, esperando por ello que sean un poco más abiertos: “Éstos se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: -Señor, quisiéramos ver a Jesús” ... (Jn 12,21). 

El evangelista, recordando que este Felipe proviene de Betsaida, localidad de pescadores, alude a la actividad a la que Jesús ha llamado a sus discípulos (“Seguidme, veníos conmigo y os haré pescadores de hombres” , Mc 1,17). 

El discípulo tiene, de este modo, la tarea facilitada: no debe ir a invitar a los griegos, sino que son éstos los que se presentan espontáneamente pidiendo ser acogidos. 

A pesar de eso Felipe se muestra perplejo. 

Para él Jesús es -el descrito por Moisés en la Ley, y por los Profetas. (In 1,45). Y Moisés ha escrito la Ley para el pueblo de Israel y no para los griegos. 

En los libros de los profetas, los griegos son los enemigos que hay que combatir, como se lee en el profeta Zacarías donde resuena el grito de batalla dirigido por Dios mismo contra ellos: “Incitaré a tus hijos contra los de Grecia “ (Zac 9,13). 

Felipe no ha comprendido todavía que “no hay distinción entre judío y griego, porque uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan” (Rom 10,12); por esto pide consejo a Andrés y juntos se arman de valor y van a Jesús. 

El Señor les responde anunciando su próximo fin. Su muerte en cruz no será infructuosa, sino que, como el grano de trigo sembrado en tierra, dará mucho fruto: “Pues yo, cuando sea levantado de la tierra, tiraré de todos hacia mí (Jn 12,32). 

Sobre la cruz Jesús demostrará una capacidad de amor que alcanza a todos, incluidos los griegos. Mientras la Ley emanada de Moisés era exclusiva de una nación, Jesús crucificado será la nueva Escritura que todo pueblo podrá comprender. 

Su reino no será el «reino de Israel » (Hch 1,6), sino el «reino de Dios » (Lc 4,43), donde toda barrera creada por la raza y la religión quedará eliminada por quien, “con su muerte, hizo de los dos pueblos uno y derribó la bandera divisoria, la hostilidad ... por medio de su cuerpo”. (Ef 2,14).

LOS DE BETSAIDA. Entre sueño y realidad.



El carácter confiado de Andrés y el realismo de Felipe emergen en el primero de los dos episodios en los que estos dos discípulos aparecen juntos. 

“Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los Judíos. Jesús levantó los ojos y, al ver que una gran multitud se le acercaba, se dirigió a Felipe: -¿Con qué podríamos comprar pan para que coman éstos? (Lo decía para ponerlo a prueba, pues él ya sabía lo que iba a hacer” (Jn 6,4-6). 

Felipe, calculando que los presentes eran unos cinco mil, responde con su habitual realismo que “doscientos denarios de plata no bastarían para que a cada uno le tocase un pedazo» (Jn 6,7). 

Haría falta un milagro. 

Un milagro como aquél llevado a cabo por el profeta Eliseo que, con veinte panes de cebada, consiguió quitar el hambre a cien personas (2 Re 4,42-44) o, mejor aún, como aquel de Moisés en el desierto cuando hizo “llover pan del cielo” (Ex 16,4) saciando de este modo al pueblo hambriento. 

Si Jesús es verdaderamente el Mesías esperado, repetirá este prodigio y -bajará de nuevo de lo alto el depósito del maná” (Ap. Baruc 29,8). 

Jesús, “que sabía lo que iba a hacer” (Jn 6,6), habiendo mandado recostarse a la gente, “tomó los panes, pronunció una acción de gracias y se puso a repartirlos a los que estaban recostados, y pescado igual, todo lo que querían” (Jn, 6,11). 

Más realista que Felipe, Jesús tomó lo poco que tenía a disposición y, más soñador que Andrés, “pronunció una acción de gracias”, reconociendo que panes y peces son dones de la creación que se comparten entre todos para prolongar la actividad del Dios Creador. 

Por esto no pidió, como Moisés, que lloviese “pan del cielo”. 

Para saciar el hambre de la gran multitud basta compartir el pan que tiene el grupo. La comunidad de Jesús está constituida por “los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen” (2 Cor 6,10). 

Y aquel poco que el grupo de discípulos tenía se convierte en mucho una vez que es puesto a disposición de todos.