Felipe
y Andrés aparecen juntos por segunda vez, en el evangelio de Juan, durante una
fiesta de Pascua, la tercera y última de que habla el evangelio.
En esta
ocasión el evangelista presenta a los dos discípulos animándose para afrontar
unidos una cuestión difícil. Por la fiesta habían subido a Jerusalén también “algunos
griegos” (Jn 12,20), esto es, extranjeros provenientes del paganismo, atraídos
por el culto que se celebraba en el templo de Jerusalén.
La
petición de estos extranjeros de ver a Jesús desorienta a Felipe. Incluso
teniendo nombre griego, era heredero de una tradición que veía en Grecia la
nación corruptora que, con sus costumbres depravadas, trataba de manchar la
moral y la religión de los judíos.
La
historia recordaba el trágico período del “dominio de los griegos”, cuando
éstos “construyeron un gimnasio en Jerusalén, disimularon la circuncisión y
apostataron de la alianza” (1 Mac 1,10.14-15).
La
sangrienta revuelta contra la dominación griega por manos del sacerdote
Matatías, un par de siglos antes, era descrita con abundancia de particulares
truculentos en los dos libros de los Macabeos, textos que eran tenidos en gran consideración
para mantener siempre vivo el fuerte sentido nacionalista judío.
Pues
bien ahora hay algunos griegos que quieren conocer a Jesús.
Para
hacerla se acercan a los únicos discípulos que llevan nombre griego, esperando
por ello que sean un poco más abiertos: “Éstos se acercaron a Felipe, el de
Betsaida de Galilea, y le rogaron: -Señor, quisiéramos ver a Jesús” ... (Jn 12,21).
El evangelista,
recordando que este Felipe proviene de Betsaida, localidad de pescadores, alude
a la actividad a la que Jesús ha llamado a sus discípulos (“Seguidme, veníos conmigo
y os haré pescadores de hombres” , Mc 1,17).
El discípulo
tiene, de este modo, la tarea facilitada: no debe ir a invitar a los griegos, sino
que son éstos los que se presentan espontáneamente pidiendo ser acogidos.
A pesar
de eso Felipe se muestra perplejo.
Para él
Jesús es -el descrito por Moisés en la Ley, y por los Profetas. (In 1,45). Y
Moisés ha escrito la Ley para el pueblo de Israel y no para los griegos.
En los libros
de los profetas, los griegos son los enemigos que hay que combatir, como se lee
en el profeta Zacarías donde resuena el grito de batalla dirigido por Dios mismo
contra ellos: “Incitaré a tus hijos contra los de Grecia “ (Zac 9,13).
Felipe no
ha comprendido todavía que “no hay distinción entre judío y griego, porque uno mismo
es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan” (Rom 10,12); por
esto pide consejo a Andrés y juntos se arman de valor y van a Jesús.
El
Señor les responde anunciando su próximo fin. Su muerte en cruz no será
infructuosa, sino que, como el grano de trigo sembrado en tierra, dará mucho
fruto: “Pues yo, cuando sea levantado de la tierra, tiraré de todos hacia mí (Jn
12,32).
Sobre la
cruz Jesús demostrará una capacidad de amor que alcanza a todos, incluidos los
griegos. Mientras la Ley emanada de Moisés era exclusiva de una nación, Jesús
crucificado será la nueva Escritura que todo pueblo podrá comprender.
Su reino
no será el «reino de Israel » (Hch 1,6), sino el «reino de Dios » (Lc 4,43), donde toda barrera creada por la raza y la religión quedará eliminada por quien, “con su muerte, hizo de los dos pueblos uno y derribó la bandera divisoria, la hostilidad ... por medio de su cuerpo”. (Ef 2,14).
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