9/14/2013

CONCLUSIÓN.

Cuantos ponen por amor su propia vida al servicio de otros experimentan constantemente la presencia de Jesús en su existencia, sin tener necesidad de experiencias extraordinarias.

EL GEMELO DE JESÚS.

                  La identidad de Jesús aparecía misteriosa a la mayor parte de la gente, que veía en él a "Juan Bautista, Elías o uno de los profetas" (Mc 8,28).

                 Unos los veían de un modo, otros de otro, pero ni siquiera sus discípulos más íntimos habían comprendido quién fuese realmente Jesús y estaban obligados a preguntarse: "Pero ¿quién es éste?" (Mc 4,41).

                 Juan el Bautista había presentado a Jesús como "el cordero de Dios" (Jn 1,29), Nicodemo lo había reconocido como un "maestro" (Jn 3,2) y las muchedumbres lo habían proclamado como "el profeta que tiene que venir al mundo" (Jn 6,14). Para Andrés, Jesús era "el Mesías" (Jn 1,41) y para Marta "el hijo de Dios" (Jn 11,27). Natanael proyectaba en Jesús las esperanzas nacionalistas y veía en él al "Rey de Israel" (Jn 1,49); los samaritanos, con la mirada más amplia, habían descubierto en el Señor al "salvador del mundo" (Jn 4,42).

                El único que comprenderá la plena realidad de Jesús será Tomás, quien, en su profesión de fe, superaría a Simón Pedro, que había reconocido en el hombre de Nazaret al "hijo de Dios vivo" (Mt 16,16).

               En el evangelio de Juan, Tomás es nombrado siete veces y, en tres de ellas, su nombre está seguido de la aclaración "Dídimo", esto es, "gemelo" (Jn 11,16; 20,24; 21,2).

              También, en los textos apócrifos, el apóstol es definido "hermano gemelo de Cristo" (Hch. Tom. 39) y Jesús se dirige a Tomás llamándolo "mi doble" (Grag. copt. 2,6,2).

               La tradición sobre la semejanza entre Jesús y Tomás se remonta a la primera vez en la que el apóstol aparece en el evangelio, en el episodio relativo a la resurrección de Lázaro.

               Jesús había huido de Galilea, después del enésimo tentativo de lapidación por parte de los jefes religiosos, y se había retirado al otro lado del río Jordán.

               Aquí le llega la noticia de que Lázaro está enfermo, y Jesús, para quien la vida de Lázaro es más importante que la suya, decide ir de nuevo a Judea, para devolver la vida a su amigo.

               La decisión de Jesús provoca las protestas de los atemorizados discípulos, que temen por su pellejo: "Maestro, hace nada querían apedrearte los judíos, y ¿vas a ir otra vez allí?" (Jn 11,8).

                El único entre ellos, que se muestra dispuesto a acompañarlo, es Tomás: "Entonces Tomás, que quiere decir "gemelo", dijo a sus compañeros: -Vamos también nosotros a morir con él" (Jn 11,16).

                Tomás es "gemelo" de Jesús, porque es el único discípulo dispuesto a dar su vida con él.

                También Simón se declara capaz de morir por seguir a Jesús ("Daré mi vida por ti", Jn 13,37), pero acabará renegando de su maestro.

                La diferencia entre el discípulo "gemelo" y el traidor es que Tomás ha comprendido que Jesús no pide morir por él, sino con él. Pedro está, sin embargo, anclado en las ideas de la religión, donde el hombre es llamado a dar la vida por su dios. No ha comprendido que el Dios que se manifiesta en Jesús no pide la vida de los hombres, sino que ofrece la suya.

               El discípulo no está llamado a dar la vida por Jesús o por Dios, sino con Jesús y, como él, a dar la vida por los otros.

               El arrojo con el que Tomás se ha declarado dispuesto a morir con Jesús lo ha vuelto semejante a su maestro, pero, no teniendo todavía la experiencia de la resurrección, el discípulo piensa que la muerte es el fin de todo.

              Por esto a Tomás le resulta incomprensible que Jesús, hablando de la muerte, la señale como un camino que conduce a algún lugar ("Voy a prepararos sitio... adonde yo voy, ya sabéis el camino" (Jn 14,2.4), y replica al Señor: "No sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? "Jn 14,5).

              En la objeción de Tomás, el evangelista simboliza la dificultad de la comunidad de los discípulos para llegar a creer en la resurrección de Jesús.

              La respuesta que Jesús da a Tomás ("Yo soy el camino, la verdad y la vida", Jn 14,6) resulta, por el momento, enigmática al discípulo, que la comprenderá sólo cuando encuentre al Señor resucitado.

             Pero el apóstol no estará ya presente cuando Jesús se manifieste a los suyos, la tarde misma de la resurrección, y no creerá a los otros discípulos que le dicen haber visto al Señor: "Como no vea en sus manos la señal de los clavos y, además, no meta mi dedo en la señal de los clavos y meta mi mano en su costado, no creo" (Jn 20,25).

             Una lectura equivocada de los evangelios ha ligado a Tomás con esta expresión y lo ha convertido en prototipo de incrédulo.

             Tomás no niega la resurrección de Jesús, sino que reclama la necesidad desesperada de creer en ella.

            Ocho días después, cuando la comunidad está reunidad de nuevo para celebrar la victoria de la vida sobre la muerte, Jesús vuelve a manifestarse "en medio de ellos" (Jn 20,26).

             Esta vez Tomás puede no sólo ver a Jesús, sino oír sus palabras: "Trae aquí tu dedo, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel" (Jn 20,27).

             Tomás no mete sus dedos en los agujeros de los clavos y no mete la mano en el costado de Jesús, sino que prorrumpe en la más elevada profesión de fe de todo el evangelio: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,28).

              Tomás no sólo cree que su maestro ha resucitado, sino que llega a proclamar que Jesús es Dios. El Dios que "ninguno ha visto nunca" (Jn 1,18) es reconocido por primera vez en el hombre Jesús ("Quien me ve a mí, está viendo al Padre", Jn 14,9).

              Una fe así de intensa no nace de improviso y no es fruto instantáneo del encuentro con Jesús, sino que había comenzado a germinar en Tomás, cuando éste se declaró dispuesto a morir con su maestro. Siguiendo a Jesús en el don de la propia vida, Tomás se había puesto en el camino de la verdad (Jn 14,6).

             Pero, a pesar de que el apóstol ha llegado a esta definición plena de fe, Jesús no lo propone como modelo del creyente: "¿Has tenido que verme en persona para acabar de creer? Dichosos los que, sin haber visto, llegan a creer" (Jn 20,29).

             Para Jesús, el verdadero fundamento de la fe no son las visiones y apariciones, sino el servicio prestado por amor.

             No hay necesidad de ver para llegar a creer. Más bien, hay que creer para ver ("¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?", Jn 11,40).

             Declarando dichosos a cuantos creen sin tener necesidad de ver, Jesús recuerda a Tomás, y a la comunidad, la bienaventuranza pronunciada por él durante la última cena cuando, después de haber lavado los pies a los discípulos, los había invitado a hacer otro tanto diciendo: "¿Lo entenéis? Pues dichosos vosotros si lo cumplís" (Jn 13,17).

             Cuantos ponen por amor su propia vida al servicio de otros experimentan constantemente la presencia de Jesús en su existencia, sin tener necesidad de experiencias extraordinarias.

EL GEMELO DE JESÚS (Jn 20,1-29). El Papa y la Magdalena.

                   La otra única alusión con relación a María, la discípula originaria de Magdala (del hebreo migdal, "torre"), ciudad próxima a Tiberíades, se lee en el evangelio de Lucas donde, entre las mujeres que seguían al Señor, en primer lugar se coloca a "María, la llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios" (Lc 8,2).

                   En el pasado, este personaje llamó la atención de un papa, Gregorio Magno que, en sus "Homilias al Evangelio" (2,33) produjo una gran confusión, fundiendo en María de Magdala tres mujeres bien diversas.

                  El papa identificó en ésta la anónima prostituta que perfumó los pies de Jesús (Lc 7,36-50), que, a su vez, sería María de Betania, la hermana de Marta y Lázaro, también ella protagonista de la unción del Señor (Jn 12,1-3).

                  Los siete demonios de los que Jesús había librado a María de Magdala fueron identificados con la lujuria, que empujaba a esta mujer a prostituirse, y de este embrollo nació la figura, ausente en los evangelios, de la "Magdalena arrepentida", bocado goloso para los moralistas y artistas de todos los tiempos.

                  Esta imagen reductiva de María de Magdala no hace honor a la mujer que, en el evangelio de Juan, reviste el importante papel de la primera testigo y anunciadora de la resurrección de Jesús.

                  María es, de hecho, la primera persona que va al sepulcro de Jesús "por la mañana temprano, todavía en tinieblas" (Jn 20,1).

                  La indicación del evangelista no es cronológica (en Marcos es "al salir el sol", Mc 16,2), sino teológica. Según el lenguaje de Juan, las "tinieblas" indican una ideología contraria a la verdad: Jesús ha resucitado ya y, sin embargo, María, condicionada por la idea judía de la muerte, busca en una tumba "al autor de la vida" (Hch 3,15), y las tinieblas hacen ciertamente que un signo de vida (la piedra retirada del sepulcro) sea interpretado como una señal de muerte: "Se han llevado a mi Señor" (Jn 20,13).

                 Para María, el supulcro vacío no es un indicio de la resurrección de Jesús, sino del robo de su cadáver, y, por eso, permanece abatida cerca del sepulcro, llorando.

                 Mientras María, continúe llorando y dirigiendo su mirada hacia el sepulcro, no podrá encontrar al que está vivo.

                 Cuando finalmente deja de mirar al interior de la tumba y se vuelve atrás, ve a Jesús, pero , condicionada por la idea de la muerte como fin de todo, no reconoce al "Viviente" (Ap 1,18).

                 Entonces Jesús toma la iniciativa y le pregunta: "Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20,15).

                 La pregunta no es una petición de información, sino un intento de demostrar la inutilidad de su llanto. Además Jesús le pregunta: "¿A quién buscas?" (Jn 20,15). Si busca al "Viviente" no puede encontrarlo en el lugar de la muerte ("¿Por qué buscáis entre los muertos a quien vive?" Lc 24,5).

                 Jesús, pues, llama a la discípula como el pastor llama a sus ovejas, por su nombre: ¡María! (Jn 10,3).

                 Ella, volviéndose, lo reconoce al fin y "le dice en su lengua: "Rabbuni", (que quiere decir "Maestro", Jn 20,16).

                La acción de María de volverse, subrayada por el evangelista por dos veces, no indica tanto un comportamiento físico cuanto espiritual, y es signo de la conversión indispensable para el encuentro con el resucitado.

                Cuando María deja de volverse al pasado, percibe la realidad del presente y el Señor la puede enviar a los otros discípulos: "Ve a decirles a mis hermanos: -Subo a mi Padre, que es vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn 20,17).

                 La acción de "anunciar", prerrogativa exclusiva de los ángeles, anunciadores de las cosas de Dios, es en los evangelios tarea de María de Magdala.

                 Aquella que, en cuanto mujer, era considerada el ser más lejano de Dios, es invitada por Jesús a realizar la misma acción de los ángeles, los seres más cercanos al Señor.

                 La mujer, que la Biblia define "más trágica que la muerte" (Eclo 7,26), será la primera testigo de la vida: "María fue anunciando a los discípulos: He visto al Señor en persona" (Jn 20,18).

EL GEMELO DE JESÚS (Jn 20,1-29). Tomás y María de Magdala.

                      En los evangelios el apóstol Tomás aparece únicamente en la lista de los once (Mt 10,3) y María de Magdala es nombrada solamente entre las mujeres, que fueron testigos de la muerte y de la resurrección de Jesús (Mt 27,56.61).

                     Estos dos dicípulos tienen especial relieve solamente en el evangelio de Juan, en los episodios relativos a la resurrección de Jesús. Mientras María de Magdala es la primera en creer en Jesús resucitado, Tomás ha sido el último.

9/11/2013

EMINENCIA GRIS (Jn 11,46-53; 18,19-24). A Golpe de Talonario.

                    En los evangelios, José, el sumo sacerdote que decide la muerte de Jesús, no es nunca presentado con su nombre, sino con el elocuente sobrenombre de "caiafa" que probablemente significa "el opresor".

                    Caifás había consolidado su poder y su patrimonio casándose con la hija de Anás, participando así de las enormes riquezas del sumo sacerdote (en la Biblia se nombra un tal Tolomeo que "poseía mucha plata y oro, porque era el yerno del sumo sacerdote" (1 Mac 16,11).

                   Caifás había batido todo el récord de permanencia en el poder: unos dieciocho años.

                    Un verdadero primado en un tiempo en el que, si los sumos sacerdotes no se alineaban con la política romana, cambiaban como el viento.

                   El pacto entre el gobernador romano y el sumo sacerdote era claro: si éste, por medio del ejercicio de la religión, conseguía tener calmado al pueblo, permanecía en su cargo; si usaba la religión como motivo de sublevación contra Roma, era inmediatamente sustituido.

                 El arma vencedora de Caifás para permanecer en el cargo tanto tiempo era el dinero con el que compraba todo y a todos; incluso Pilato parece que figuraba en el talonario del sumo sacerdote. De hecho, a pesar de que habían ocurrido desórdenes y motines en el mismo corazón de Jerusalén (Lc 13,1), Poncio Pilato no había destituido a Caifás.

                 El episodio que convenció  a Caifás de la necesidad de eliminar a Jesús fue la resurrección de Lázaro.

                 Cuando el eco del acontecimiento llegó al pueblo, incluso muchos jefes creyeron en Jesús. Caifás entonces reunió con urgencia al Consejo y, en el transcurso de un excitado debate, los sumos sacerdotes, llenos de pánico, se preguntaron perdidos: "¿Qué hacemos?" (Jn 11,47). Evitando nombrar a Jesús, a quien desprecian profundamente, admiten desolados: "Este hombre realiza muchas señales. Si lo dejamos así, todos van a darle su adhesión" (Jn 11,48).

                 La discusión es frenada en seco por Caifás. Perteneciente a la casta de los saduceos, gente "agria en la relación con sus semejantes e igualmente ruda con los demás" (Guerra 2,8,14), Caifás trata a los otros sumos sacerdotes con arrogante engreimiento ("Vosotros no tenéis ni idea"). Conociendo a sus hombres, Caifás juega rápidamente la baza del interés: "Ni siquiera calculáis que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo antes que perezca la nación entera" (Jn 11,49-50).

                Su cínico raciocinio, carente de todo escrúpulo moral, se basa en el provecho.

                Jesús será asesinado, no porque ésta fuese la voluntad del Padre, sino porque era la conveniencia del sumo sacerdote (Jn 11,50).
       
                La vida que Jesús ha restituido a Lázaro será la causa de su muerte.

                El sumo sacerdote, máximo garante de la Ley divina, primero decide quitar de en medio a Jesús " a traición y darle muerte" (Mt 26,3-4), luego busca los principios de imputación.

                El intento de Caifás no es juzgar a un hombre, sino eliminar un peligro para sí y para la institución religiosa.

                No habiendo encontrado contra Jesús ningún motivo de acusación "Caifás" y todo el Consejo en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús, para condenarlo a muerte" (Mt 26,59).

                El mandamiento de Dios prohibía "el falso testimonio" (Éx 20,16), pero los cultivadores y defensores de la Ley son los primeros en no hacerle caso cuando va contra sus intereses (Jn 7,19).

                No encontrando testimonios válidos, Caifás afronta personalmente a Jesús: "Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios" (Mt 26,63).

                Jesús responde al sumo sacerdote con las mismas palabras con que había respondido a Judas, el traidor: "Tú lo has dicho" (Mt 26,25.64).

                Es lo que Caifás quería. "Se rasgó las vestiduras diciendo: -Ha blasfemado, ¿qué falta hacen más testigos? Acabáis de oír la blasfemia, ¿qué decidís?. Ellos contestaron: -Pena de muerte" (Mt 26,65-66).

               La única vez que el Hijo de Dios habla con el representante de Dios, éste lo considera un blasfemo merecedor de la pena de muerte.

               El consejo en pleno se revuelve contra Jesús. Cuando las máximas autoridades religiosas consiguen finalmente poner las manos sobre el hombre-Dios, su antagonista, da rienda suelta a todo su odio y furor en un crescendo de violencia, que comienza con salivazos y prosigue con bofetadas y golpes, diciendo: "Adivina, Mesías, ¿quién te ha pegado?" (Mt 26,68.

               Caifás se burla de Jesús y de su Dios. Para el detentador del poder, un dios impotente es un dios ridículo.

             El Consejo que Caifás había reunido para dar muerte a Jesús será convocado de nuevo para impedir la noticia de su resurrección.

             Caifás no muestra ninguna señal de arrepentimiento por el crimen cometido. Su única preocupación es ocultar la verdad del hecho. Y, una vez más, el sumo sacerdote hace uso de su arma invencible: el dinero.

             Con dinero había consegudo adueñarse de Jesús (Mt 26,14-16) y ahora con dinero impedirá el anuncio de la resurrección: "Dieron a los soldados una suma considerable, encargándoles: -Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais" (Mt 28,12-13).

              El sumo sacerdote sabe también cómo persuadir a Pilato y taparle los ojos sobre la falta grave cometida por los soldados: "Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros lo calmaremos y os sacaremos de apuros" (Mt 28,14).

              Caifás consiguió permanecer en el cargo mientras gobernó Poncio Pilato. Cuando Pilato fue destituido por Vitelio, legado romano de Siria, éste destituyó también a Caifás y nombró en su lugar a Jonatán, hijo de Anás, el ex-sumo sacerdote que "estremadamente feliz" pudo continuar ejerciendo su ininterrumpido poder (Antigüedades 20,198).

EMINENCIA GRIS (Jn 11,46-53; 18,19-24). El Gran Viejo.

                 Declaradamente filo-romano, Anás fue nombrado sumo sacerdote por el legado de Siria, Quirino, el año 6 d.C y estuvo en el cargo durante los primeros años de la vida de Jesús.

                 Aunque fue destituido el año 15, Anás fue la eminencia gris que continuó rigiendo la línea del poder, manipulando la elección de los sumos sacerdotes que, mira qué casualidad, eran todos familiares suyos.

                 Las intrigas con las que Anás había conservado el poder se habían hecho proverbiales. Había conseguido nombrar sumos sacerdotes a cinco hijos suyos, "un hecho que no había sucedido nunca a ninguno de nuestros sumos sacerdotes" (Antigüedades 20, 198) y había continuado gestionando el poder a través de su yerno Caifás y su sobrino Matías.

                En un texto del Talmud se encuentra el eco de una protesta popular contra el exceso de poder de las familias sacerdotales que parece el retrato de Anás y de su clan: "Éstos son los sumos sacerdotes, cuyos hijos son tesoreros, sus hermanos administradores y sus siervos tratan a la gente a puntapiés" (Pes. B. 57a).

               Incluso cuando el sumo sacerdote reconocido era Caifás, el viejo Anás continuaba teniendo firmemente las riendas del poder. Por esto era siempre nombrado en primer lugar como sumo sacerdote ("los sumos sacerdotes Anás y Caifás", Lc 3,2; Hch 4,6) y, cuando Jesús fue arrestado, no fue conducido inmediatamente a casa de Caifás, sino de Anás.
             Cuando se encontró de frente al individuo acusado de "amotinar a nuestra nación" (Lc 23,2), Anás no mostró interés alguno por el hombre que, dentro de poco, sería matado; lo que preocupaba al diestro sumo sacerdote era el mensaje de Jesús, que, como vino nuevo, corría el peligro de romper los venerables odres de las tradiciones sobre las que se apoyaba el poder sacerdotal.

             El sumo sacerdote había comprendido que no bastaba con eliminar a Jesús, sino que era necesario sofocar la "buena noticia".

             Por esto, una vez quitado de enmedio Jesús, Anás hizo arrestar a sus discípulos y, como presidente del Consejo, los intimidaría: "¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar sobre esa persona? En cambio, habéis llenado Jerusalén de vuestra enseñanza y pretendéis hacernos responsables de la sangre de ese hombre" (Hch 5,28).

             Anás, "interrogó a Jesús respecto a sus discípulos y su doctrina". Pero Jesús que, en el momento del prendimiento, se había ofrecido a cambio de los suyos ("Pues si me buscáis a mí, dejad que se marchen éstos", Jn 18,8), se niega a ofrecer información alguna sobre sus discípulos.

             Por lo que toca a su doctrina responde: "¿Por qué me preguntáis a mí? Pregúntales a los que me estuvieron escuchando de qué les he hablado. Ahí los tienes, ésos sabes lo que he dicho. Apenas dijo esto, uno de los guardias presentes dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así le contestas al sumo sacerdote?" (Jn 18,21-22).

             El único argumento del poder es la violencia, pero el poder de Anás es importante frente a la libertad de Jesús. Libertad que Jesús trata de proponer incluso al guardia que, esclavo del poder, le ha abofeteado para complacer a su propio amo.

              Jesús intenta hacer pensar con la cabeza al guardia: "Si he faltado en el hablar, declara en qué está la falta; pero, si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?" (Jn 18,23).

              Anás comprende la extrema peligrosidad de este hombre que invita a los sometidos a tener una opinión diferente de aquella de los que le mandan y, sin dar tiempo al guardia a razonar, hace atar todavía más fuerte a Jesús y lo envía a su yerno.

EMINENCIA GRIS (Jn 11,46-53; 18,19-24). Anás y Caifás.

                  Entre Dios y sus representantes ha habido siempre incompatibilidad.

                  Mientras Dios se revelaba a Moisés sobre el monte Sinaí, Aarón, el primer sumo sacerdote, pervertía al pueblo fabricando "un novillo de fundición" para el Señor: "Ese es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto" (Éx 32,1-8).

                  Cuando se manifesetó plenamente en el Hijo, fue también un sumo sacerdote, Caifás, quien engañó al pueblo afirmando, con toda su autoridad, que sería conveniente sacrificar a Jesús por el bien de la nación.

                   Jesús, cuando subió por primera vez a Jerusalén, afirmó claramente en el templo que tenía el propósito de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,49).

                   También el sumo sacerdote de entonces, Anás (en hebreo, Ananía: "Yahvé ha tenido piedad") pretendía realizar los deseos de su padre "el diablo, que ha sido homicida desde el principio" (Jn 8,44), y había transformado la casa de Dios en una "cueva de ladrones" (Lc 19,46), donde se veía de todo.

                    De la literatura del tiempo emerge un cuadro desolador de los sacerdotes, que "roban al Señor las ofrendas y enseñan sus leyes por codicia" (Testamento de Leví 14,5-8). No hay crimen que ellos no hayan preparado en el templo y "y no hubo ningún pecado que no cometieran más que los paganos" (Salmos de Salomón 8,13).

                    Jesús intentó acabar con este sistema.
                    El sistema acabó con Jesús.