9/14/2013

CONCLUSIÓN.

Cuantos ponen por amor su propia vida al servicio de otros experimentan constantemente la presencia de Jesús en su existencia, sin tener necesidad de experiencias extraordinarias.

EL GEMELO DE JESÚS.

                  La identidad de Jesús aparecía misteriosa a la mayor parte de la gente, que veía en él a "Juan Bautista, Elías o uno de los profetas" (Mc 8,28).

                 Unos los veían de un modo, otros de otro, pero ni siquiera sus discípulos más íntimos habían comprendido quién fuese realmente Jesús y estaban obligados a preguntarse: "Pero ¿quién es éste?" (Mc 4,41).

                 Juan el Bautista había presentado a Jesús como "el cordero de Dios" (Jn 1,29), Nicodemo lo había reconocido como un "maestro" (Jn 3,2) y las muchedumbres lo habían proclamado como "el profeta que tiene que venir al mundo" (Jn 6,14). Para Andrés, Jesús era "el Mesías" (Jn 1,41) y para Marta "el hijo de Dios" (Jn 11,27). Natanael proyectaba en Jesús las esperanzas nacionalistas y veía en él al "Rey de Israel" (Jn 1,49); los samaritanos, con la mirada más amplia, habían descubierto en el Señor al "salvador del mundo" (Jn 4,42).

                El único que comprenderá la plena realidad de Jesús será Tomás, quien, en su profesión de fe, superaría a Simón Pedro, que había reconocido en el hombre de Nazaret al "hijo de Dios vivo" (Mt 16,16).

               En el evangelio de Juan, Tomás es nombrado siete veces y, en tres de ellas, su nombre está seguido de la aclaración "Dídimo", esto es, "gemelo" (Jn 11,16; 20,24; 21,2).

              También, en los textos apócrifos, el apóstol es definido "hermano gemelo de Cristo" (Hch. Tom. 39) y Jesús se dirige a Tomás llamándolo "mi doble" (Grag. copt. 2,6,2).

               La tradición sobre la semejanza entre Jesús y Tomás se remonta a la primera vez en la que el apóstol aparece en el evangelio, en el episodio relativo a la resurrección de Lázaro.

               Jesús había huido de Galilea, después del enésimo tentativo de lapidación por parte de los jefes religiosos, y se había retirado al otro lado del río Jordán.

               Aquí le llega la noticia de que Lázaro está enfermo, y Jesús, para quien la vida de Lázaro es más importante que la suya, decide ir de nuevo a Judea, para devolver la vida a su amigo.

               La decisión de Jesús provoca las protestas de los atemorizados discípulos, que temen por su pellejo: "Maestro, hace nada querían apedrearte los judíos, y ¿vas a ir otra vez allí?" (Jn 11,8).

                El único entre ellos, que se muestra dispuesto a acompañarlo, es Tomás: "Entonces Tomás, que quiere decir "gemelo", dijo a sus compañeros: -Vamos también nosotros a morir con él" (Jn 11,16).

                Tomás es "gemelo" de Jesús, porque es el único discípulo dispuesto a dar su vida con él.

                También Simón se declara capaz de morir por seguir a Jesús ("Daré mi vida por ti", Jn 13,37), pero acabará renegando de su maestro.

                La diferencia entre el discípulo "gemelo" y el traidor es que Tomás ha comprendido que Jesús no pide morir por él, sino con él. Pedro está, sin embargo, anclado en las ideas de la religión, donde el hombre es llamado a dar la vida por su dios. No ha comprendido que el Dios que se manifiesta en Jesús no pide la vida de los hombres, sino que ofrece la suya.

               El discípulo no está llamado a dar la vida por Jesús o por Dios, sino con Jesús y, como él, a dar la vida por los otros.

               El arrojo con el que Tomás se ha declarado dispuesto a morir con Jesús lo ha vuelto semejante a su maestro, pero, no teniendo todavía la experiencia de la resurrección, el discípulo piensa que la muerte es el fin de todo.

              Por esto a Tomás le resulta incomprensible que Jesús, hablando de la muerte, la señale como un camino que conduce a algún lugar ("Voy a prepararos sitio... adonde yo voy, ya sabéis el camino" (Jn 14,2.4), y replica al Señor: "No sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? "Jn 14,5).

              En la objeción de Tomás, el evangelista simboliza la dificultad de la comunidad de los discípulos para llegar a creer en la resurrección de Jesús.

              La respuesta que Jesús da a Tomás ("Yo soy el camino, la verdad y la vida", Jn 14,6) resulta, por el momento, enigmática al discípulo, que la comprenderá sólo cuando encuentre al Señor resucitado.

             Pero el apóstol no estará ya presente cuando Jesús se manifieste a los suyos, la tarde misma de la resurrección, y no creerá a los otros discípulos que le dicen haber visto al Señor: "Como no vea en sus manos la señal de los clavos y, además, no meta mi dedo en la señal de los clavos y meta mi mano en su costado, no creo" (Jn 20,25).

             Una lectura equivocada de los evangelios ha ligado a Tomás con esta expresión y lo ha convertido en prototipo de incrédulo.

             Tomás no niega la resurrección de Jesús, sino que reclama la necesidad desesperada de creer en ella.

            Ocho días después, cuando la comunidad está reunidad de nuevo para celebrar la victoria de la vida sobre la muerte, Jesús vuelve a manifestarse "en medio de ellos" (Jn 20,26).

             Esta vez Tomás puede no sólo ver a Jesús, sino oír sus palabras: "Trae aquí tu dedo, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel" (Jn 20,27).

             Tomás no mete sus dedos en los agujeros de los clavos y no mete la mano en el costado de Jesús, sino que prorrumpe en la más elevada profesión de fe de todo el evangelio: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,28).

              Tomás no sólo cree que su maestro ha resucitado, sino que llega a proclamar que Jesús es Dios. El Dios que "ninguno ha visto nunca" (Jn 1,18) es reconocido por primera vez en el hombre Jesús ("Quien me ve a mí, está viendo al Padre", Jn 14,9).

              Una fe así de intensa no nace de improviso y no es fruto instantáneo del encuentro con Jesús, sino que había comenzado a germinar en Tomás, cuando éste se declaró dispuesto a morir con su maestro. Siguiendo a Jesús en el don de la propia vida, Tomás se había puesto en el camino de la verdad (Jn 14,6).

             Pero, a pesar de que el apóstol ha llegado a esta definición plena de fe, Jesús no lo propone como modelo del creyente: "¿Has tenido que verme en persona para acabar de creer? Dichosos los que, sin haber visto, llegan a creer" (Jn 20,29).

             Para Jesús, el verdadero fundamento de la fe no son las visiones y apariciones, sino el servicio prestado por amor.

             No hay necesidad de ver para llegar a creer. Más bien, hay que creer para ver ("¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?", Jn 11,40).

             Declarando dichosos a cuantos creen sin tener necesidad de ver, Jesús recuerda a Tomás, y a la comunidad, la bienaventuranza pronunciada por él durante la última cena cuando, después de haber lavado los pies a los discípulos, los había invitado a hacer otro tanto diciendo: "¿Lo entenéis? Pues dichosos vosotros si lo cumplís" (Jn 13,17).

             Cuantos ponen por amor su propia vida al servicio de otros experimentan constantemente la presencia de Jesús en su existencia, sin tener necesidad de experiencias extraordinarias.

EL GEMELO DE JESÚS (Jn 20,1-29). El Papa y la Magdalena.

                   La otra única alusión con relación a María, la discípula originaria de Magdala (del hebreo migdal, "torre"), ciudad próxima a Tiberíades, se lee en el evangelio de Lucas donde, entre las mujeres que seguían al Señor, en primer lugar se coloca a "María, la llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios" (Lc 8,2).

                   En el pasado, este personaje llamó la atención de un papa, Gregorio Magno que, en sus "Homilias al Evangelio" (2,33) produjo una gran confusión, fundiendo en María de Magdala tres mujeres bien diversas.

                  El papa identificó en ésta la anónima prostituta que perfumó los pies de Jesús (Lc 7,36-50), que, a su vez, sería María de Betania, la hermana de Marta y Lázaro, también ella protagonista de la unción del Señor (Jn 12,1-3).

                  Los siete demonios de los que Jesús había librado a María de Magdala fueron identificados con la lujuria, que empujaba a esta mujer a prostituirse, y de este embrollo nació la figura, ausente en los evangelios, de la "Magdalena arrepentida", bocado goloso para los moralistas y artistas de todos los tiempos.

                  Esta imagen reductiva de María de Magdala no hace honor a la mujer que, en el evangelio de Juan, reviste el importante papel de la primera testigo y anunciadora de la resurrección de Jesús.

                  María es, de hecho, la primera persona que va al sepulcro de Jesús "por la mañana temprano, todavía en tinieblas" (Jn 20,1).

                  La indicación del evangelista no es cronológica (en Marcos es "al salir el sol", Mc 16,2), sino teológica. Según el lenguaje de Juan, las "tinieblas" indican una ideología contraria a la verdad: Jesús ha resucitado ya y, sin embargo, María, condicionada por la idea judía de la muerte, busca en una tumba "al autor de la vida" (Hch 3,15), y las tinieblas hacen ciertamente que un signo de vida (la piedra retirada del sepulcro) sea interpretado como una señal de muerte: "Se han llevado a mi Señor" (Jn 20,13).

                 Para María, el supulcro vacío no es un indicio de la resurrección de Jesús, sino del robo de su cadáver, y, por eso, permanece abatida cerca del sepulcro, llorando.

                 Mientras María, continúe llorando y dirigiendo su mirada hacia el sepulcro, no podrá encontrar al que está vivo.

                 Cuando finalmente deja de mirar al interior de la tumba y se vuelve atrás, ve a Jesús, pero , condicionada por la idea de la muerte como fin de todo, no reconoce al "Viviente" (Ap 1,18).

                 Entonces Jesús toma la iniciativa y le pregunta: "Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20,15).

                 La pregunta no es una petición de información, sino un intento de demostrar la inutilidad de su llanto. Además Jesús le pregunta: "¿A quién buscas?" (Jn 20,15). Si busca al "Viviente" no puede encontrarlo en el lugar de la muerte ("¿Por qué buscáis entre los muertos a quien vive?" Lc 24,5).

                 Jesús, pues, llama a la discípula como el pastor llama a sus ovejas, por su nombre: ¡María! (Jn 10,3).

                 Ella, volviéndose, lo reconoce al fin y "le dice en su lengua: "Rabbuni", (que quiere decir "Maestro", Jn 20,16).

                La acción de María de volverse, subrayada por el evangelista por dos veces, no indica tanto un comportamiento físico cuanto espiritual, y es signo de la conversión indispensable para el encuentro con el resucitado.

                Cuando María deja de volverse al pasado, percibe la realidad del presente y el Señor la puede enviar a los otros discípulos: "Ve a decirles a mis hermanos: -Subo a mi Padre, que es vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" (Jn 20,17).

                 La acción de "anunciar", prerrogativa exclusiva de los ángeles, anunciadores de las cosas de Dios, es en los evangelios tarea de María de Magdala.

                 Aquella que, en cuanto mujer, era considerada el ser más lejano de Dios, es invitada por Jesús a realizar la misma acción de los ángeles, los seres más cercanos al Señor.

                 La mujer, que la Biblia define "más trágica que la muerte" (Eclo 7,26), será la primera testigo de la vida: "María fue anunciando a los discípulos: He visto al Señor en persona" (Jn 20,18).

EL GEMELO DE JESÚS (Jn 20,1-29). Tomás y María de Magdala.

                      En los evangelios el apóstol Tomás aparece únicamente en la lista de los once (Mt 10,3) y María de Magdala es nombrada solamente entre las mujeres, que fueron testigos de la muerte y de la resurrección de Jesús (Mt 27,56.61).

                     Estos dos dicípulos tienen especial relieve solamente en el evangelio de Juan, en los episodios relativos a la resurrección de Jesús. Mientras María de Magdala es la primera en creer en Jesús resucitado, Tomás ha sido el último.

9/11/2013

EMINENCIA GRIS (Jn 11,46-53; 18,19-24). A Golpe de Talonario.

                    En los evangelios, José, el sumo sacerdote que decide la muerte de Jesús, no es nunca presentado con su nombre, sino con el elocuente sobrenombre de "caiafa" que probablemente significa "el opresor".

                    Caifás había consolidado su poder y su patrimonio casándose con la hija de Anás, participando así de las enormes riquezas del sumo sacerdote (en la Biblia se nombra un tal Tolomeo que "poseía mucha plata y oro, porque era el yerno del sumo sacerdote" (1 Mac 16,11).

                   Caifás había batido todo el récord de permanencia en el poder: unos dieciocho años.

                    Un verdadero primado en un tiempo en el que, si los sumos sacerdotes no se alineaban con la política romana, cambiaban como el viento.

                   El pacto entre el gobernador romano y el sumo sacerdote era claro: si éste, por medio del ejercicio de la religión, conseguía tener calmado al pueblo, permanecía en su cargo; si usaba la religión como motivo de sublevación contra Roma, era inmediatamente sustituido.

                 El arma vencedora de Caifás para permanecer en el cargo tanto tiempo era el dinero con el que compraba todo y a todos; incluso Pilato parece que figuraba en el talonario del sumo sacerdote. De hecho, a pesar de que habían ocurrido desórdenes y motines en el mismo corazón de Jerusalén (Lc 13,1), Poncio Pilato no había destituido a Caifás.

                 El episodio que convenció  a Caifás de la necesidad de eliminar a Jesús fue la resurrección de Lázaro.

                 Cuando el eco del acontecimiento llegó al pueblo, incluso muchos jefes creyeron en Jesús. Caifás entonces reunió con urgencia al Consejo y, en el transcurso de un excitado debate, los sumos sacerdotes, llenos de pánico, se preguntaron perdidos: "¿Qué hacemos?" (Jn 11,47). Evitando nombrar a Jesús, a quien desprecian profundamente, admiten desolados: "Este hombre realiza muchas señales. Si lo dejamos así, todos van a darle su adhesión" (Jn 11,48).

                 La discusión es frenada en seco por Caifás. Perteneciente a la casta de los saduceos, gente "agria en la relación con sus semejantes e igualmente ruda con los demás" (Guerra 2,8,14), Caifás trata a los otros sumos sacerdotes con arrogante engreimiento ("Vosotros no tenéis ni idea"). Conociendo a sus hombres, Caifás juega rápidamente la baza del interés: "Ni siquiera calculáis que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo antes que perezca la nación entera" (Jn 11,49-50).

                Su cínico raciocinio, carente de todo escrúpulo moral, se basa en el provecho.

                Jesús será asesinado, no porque ésta fuese la voluntad del Padre, sino porque era la conveniencia del sumo sacerdote (Jn 11,50).
       
                La vida que Jesús ha restituido a Lázaro será la causa de su muerte.

                El sumo sacerdote, máximo garante de la Ley divina, primero decide quitar de en medio a Jesús " a traición y darle muerte" (Mt 26,3-4), luego busca los principios de imputación.

                El intento de Caifás no es juzgar a un hombre, sino eliminar un peligro para sí y para la institución religiosa.

                No habiendo encontrado contra Jesús ningún motivo de acusación "Caifás" y todo el Consejo en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús, para condenarlo a muerte" (Mt 26,59).

                El mandamiento de Dios prohibía "el falso testimonio" (Éx 20,16), pero los cultivadores y defensores de la Ley son los primeros en no hacerle caso cuando va contra sus intereses (Jn 7,19).

                No encontrando testimonios válidos, Caifás afronta personalmente a Jesús: "Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios" (Mt 26,63).

                Jesús responde al sumo sacerdote con las mismas palabras con que había respondido a Judas, el traidor: "Tú lo has dicho" (Mt 26,25.64).

                Es lo que Caifás quería. "Se rasgó las vestiduras diciendo: -Ha blasfemado, ¿qué falta hacen más testigos? Acabáis de oír la blasfemia, ¿qué decidís?. Ellos contestaron: -Pena de muerte" (Mt 26,65-66).

               La única vez que el Hijo de Dios habla con el representante de Dios, éste lo considera un blasfemo merecedor de la pena de muerte.

               El consejo en pleno se revuelve contra Jesús. Cuando las máximas autoridades religiosas consiguen finalmente poner las manos sobre el hombre-Dios, su antagonista, da rienda suelta a todo su odio y furor en un crescendo de violencia, que comienza con salivazos y prosigue con bofetadas y golpes, diciendo: "Adivina, Mesías, ¿quién te ha pegado?" (Mt 26,68.

               Caifás se burla de Jesús y de su Dios. Para el detentador del poder, un dios impotente es un dios ridículo.

             El Consejo que Caifás había reunido para dar muerte a Jesús será convocado de nuevo para impedir la noticia de su resurrección.

             Caifás no muestra ninguna señal de arrepentimiento por el crimen cometido. Su única preocupación es ocultar la verdad del hecho. Y, una vez más, el sumo sacerdote hace uso de su arma invencible: el dinero.

             Con dinero había consegudo adueñarse de Jesús (Mt 26,14-16) y ahora con dinero impedirá el anuncio de la resurrección: "Dieron a los soldados una suma considerable, encargándoles: -Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais" (Mt 28,12-13).

              El sumo sacerdote sabe también cómo persuadir a Pilato y taparle los ojos sobre la falta grave cometida por los soldados: "Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros lo calmaremos y os sacaremos de apuros" (Mt 28,14).

              Caifás consiguió permanecer en el cargo mientras gobernó Poncio Pilato. Cuando Pilato fue destituido por Vitelio, legado romano de Siria, éste destituyó también a Caifás y nombró en su lugar a Jonatán, hijo de Anás, el ex-sumo sacerdote que "estremadamente feliz" pudo continuar ejerciendo su ininterrumpido poder (Antigüedades 20,198).

EMINENCIA GRIS (Jn 11,46-53; 18,19-24). El Gran Viejo.

                 Declaradamente filo-romano, Anás fue nombrado sumo sacerdote por el legado de Siria, Quirino, el año 6 d.C y estuvo en el cargo durante los primeros años de la vida de Jesús.

                 Aunque fue destituido el año 15, Anás fue la eminencia gris que continuó rigiendo la línea del poder, manipulando la elección de los sumos sacerdotes que, mira qué casualidad, eran todos familiares suyos.

                 Las intrigas con las que Anás había conservado el poder se habían hecho proverbiales. Había conseguido nombrar sumos sacerdotes a cinco hijos suyos, "un hecho que no había sucedido nunca a ninguno de nuestros sumos sacerdotes" (Antigüedades 20, 198) y había continuado gestionando el poder a través de su yerno Caifás y su sobrino Matías.

                En un texto del Talmud se encuentra el eco de una protesta popular contra el exceso de poder de las familias sacerdotales que parece el retrato de Anás y de su clan: "Éstos son los sumos sacerdotes, cuyos hijos son tesoreros, sus hermanos administradores y sus siervos tratan a la gente a puntapiés" (Pes. B. 57a).

               Incluso cuando el sumo sacerdote reconocido era Caifás, el viejo Anás continuaba teniendo firmemente las riendas del poder. Por esto era siempre nombrado en primer lugar como sumo sacerdote ("los sumos sacerdotes Anás y Caifás", Lc 3,2; Hch 4,6) y, cuando Jesús fue arrestado, no fue conducido inmediatamente a casa de Caifás, sino de Anás.
             Cuando se encontró de frente al individuo acusado de "amotinar a nuestra nación" (Lc 23,2), Anás no mostró interés alguno por el hombre que, dentro de poco, sería matado; lo que preocupaba al diestro sumo sacerdote era el mensaje de Jesús, que, como vino nuevo, corría el peligro de romper los venerables odres de las tradiciones sobre las que se apoyaba el poder sacerdotal.

             El sumo sacerdote había comprendido que no bastaba con eliminar a Jesús, sino que era necesario sofocar la "buena noticia".

             Por esto, una vez quitado de enmedio Jesús, Anás hizo arrestar a sus discípulos y, como presidente del Consejo, los intimidaría: "¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar sobre esa persona? En cambio, habéis llenado Jerusalén de vuestra enseñanza y pretendéis hacernos responsables de la sangre de ese hombre" (Hch 5,28).

             Anás, "interrogó a Jesús respecto a sus discípulos y su doctrina". Pero Jesús que, en el momento del prendimiento, se había ofrecido a cambio de los suyos ("Pues si me buscáis a mí, dejad que se marchen éstos", Jn 18,8), se niega a ofrecer información alguna sobre sus discípulos.

             Por lo que toca a su doctrina responde: "¿Por qué me preguntáis a mí? Pregúntales a los que me estuvieron escuchando de qué les he hablado. Ahí los tienes, ésos sabes lo que he dicho. Apenas dijo esto, uno de los guardias presentes dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así le contestas al sumo sacerdote?" (Jn 18,21-22).

             El único argumento del poder es la violencia, pero el poder de Anás es importante frente a la libertad de Jesús. Libertad que Jesús trata de proponer incluso al guardia que, esclavo del poder, le ha abofeteado para complacer a su propio amo.

              Jesús intenta hacer pensar con la cabeza al guardia: "Si he faltado en el hablar, declara en qué está la falta; pero, si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?" (Jn 18,23).

              Anás comprende la extrema peligrosidad de este hombre que invita a los sometidos a tener una opinión diferente de aquella de los que le mandan y, sin dar tiempo al guardia a razonar, hace atar todavía más fuerte a Jesús y lo envía a su yerno.

EMINENCIA GRIS (Jn 11,46-53; 18,19-24). Anás y Caifás.

                  Entre Dios y sus representantes ha habido siempre incompatibilidad.

                  Mientras Dios se revelaba a Moisés sobre el monte Sinaí, Aarón, el primer sumo sacerdote, pervertía al pueblo fabricando "un novillo de fundición" para el Señor: "Ese es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto" (Éx 32,1-8).

                  Cuando se manifesetó plenamente en el Hijo, fue también un sumo sacerdote, Caifás, quien engañó al pueblo afirmando, con toda su autoridad, que sería conveniente sacrificar a Jesús por el bien de la nación.

                   Jesús, cuando subió por primera vez a Jerusalén, afirmó claramente en el templo que tenía el propósito de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,49).

                   También el sumo sacerdote de entonces, Anás (en hebreo, Ananía: "Yahvé ha tenido piedad") pretendía realizar los deseos de su padre "el diablo, que ha sido homicida desde el principio" (Jn 8,44), y había transformado la casa de Dios en una "cueva de ladrones" (Lc 19,46), donde se veía de todo.

                    De la literatura del tiempo emerge un cuadro desolador de los sacerdotes, que "roban al Señor las ofrendas y enseñan sus leyes por codicia" (Testamento de Leví 14,5-8). No hay crimen que ellos no hayan preparado en el templo y "y no hubo ningún pecado que no cometieran más que los paganos" (Salmos de Salomón 8,13).

                    Jesús intentó acabar con este sistema.
                    El sistema acabó con Jesús.

9/10/2013

EL AMIGO DEL CÉSAR (Jn 18,28-40; 19,1-16). El Señor de los Judíos.

                     Desconcertado por este "rey de los judíos", que no muestra ninguna señal de realeza y por este "Hijo de Dios" sin ninguna apariencia de divinidad, Pilato hace un último intento por liberar a Jesús.

                     Pero las autoridades judías, que conocen bien la ambición del prefecto, juegan su última carta, que será la decisiva.

                     Vista la ineficacia tanto de las acusaciones políticas como de las religiosas, apuntan ahora a la carrera del prefecto: "Si sueltas a ése, no eres amigo del César", Jn 19,12).

                    La amenaza de los jefes es clara: Si Pilato libera a Jesús, será destituido.

                    Poncio Pilato sabe que Tiberio, hombre receloso, particularmente sospechoso hacia los crímenes de lesa majestad, no se pensaba dos veces el eliminar a quien le faltase el respeto debido.

                    Pilato está entre las cuerdas.

                    Debe elegir entre sacrificar su propia carrera o la vida de un inocente.

                    Liberar a Jesús llevaría consigo poner fin  a sus ambiciones.

                    Y Pilato, frustrado prefecto romano en aquel miserable puesto que era la Judea, cede frente al futuro de su carrera.

                     Pero, en un último tímido intento, se vuelve a los sumos sacerdotes y les pregunta: "¿A vuestro rey voy a crucificar?" (Jn 19,15).

                      La respuesta de los representantes de Dios es dramática y es el signo de la apostasía total: "No tenemos más rey que el César" (Jn 19,15).

                      Si Pilato traiciona a un hombre inocente, más grave es el crimen de los sumos sacerdotes que traicionan a su Señor.

                      Prefieren ser dominados por los romanos, y mantener sus propios privilegios antes que ser liberados del "rey de los judíos" y perder su prestigio.

                      Es la negociación definitiva de Dios como único rey de su pueblo y la aceptación incondicionada de la dominación pagana. Los sumos sacerdotes, que han rechazado reconocer en Jesús al Señor, serán obligados a volverse a Pilato como a su "Señor" (Mt 27,63).

                     Al término de un proceso, donde emerge que la verdadera persona libre es el prisionero, mientras que el juez es esclavo de sus propios miedos y ambiciones, Poncio Pilato entrega a Jesús a los soldados para que sea crucificado.

                     Como Judas había entregado a Jesús a los sumos sacerdotes, y éstos a Pilato, éste lo deja en poder de sus verdugos.

                    Lo que tienen en común Judas, los sumos sacerdotes y Pilato es que sacrifican al hombre cuando ven en peligro su interés y su carrera.

                    No habiendo prestado oído a la "verdad" de Jesús, se ven obligados a cumplir el deseo de su padre, el "padre de la mentira", que "ha sido homicida desde el principio y nunca ha estado en la verdad" (Jn 8,44).

                    Y Jesús es asesinado.

                    Su pueblo "ha renegado del Santo, del Justo, y pedido que indultaran a un asesino" (Hch 3,14).

                    Poco después, Poncio Pilato será denunciado a Vitelio, el legado romano en Siria, por haber llevado a cabo otra matanza de samaritanos.

                    Tomados por rebeldes cuando se habían reunido en el monte Garizín en busca de tesoros que creían se encontraban sepultados por Moisés, Pilato los atacó y "en una breve refriega, mató a unos,  a otros los puso en fuga. A muchos los tomó como esclavos; entre éstos, Pilato mató a los jefes más acreditados y a los que habían sido los más influyentes de los fugitivos" (Antigüedades 18,87). 

                    Fue la clásica gota que hizo colmar el vaso. Vitelio lo destituyó de su cargo y lo mandó a Roma a dar cuentas de su actuación.
                    Pilato, en cuanto "amigo del César", confiaba probablemente una vez más en la benevolencia del emperador. Pero justamente durante el viaje hacia Italia, murió Tiberio. Seano, el gran protector de Pilato, había sido ya destituido de su cargo y asesinado por el emperador, y Poncio Pilato no encontró santo alguno al que encomendarse.

                    De él se pierden las trazas históricas y comienzan las legendarias.

                   Según algunos, Pilato "fue golpeado por tantas desventuras bajo Calígula, que fue obligado a suicidarse, a convertirse en su propio verdugo" (Historia Eclesiástica 2,7), y su cadáver fue repelido por la tierra. La Iglesia copta pensó rehabilitarlo y venerarlo como un santo mártir (el 25 de Junio).

9/09/2013

EL AMIGO DEL CÉSAR (Jn 18,28-40; 19,1-16). Advertencia Mafiosa.

                       Fue precisamente con ocasión de una masacre perpetrada por Poncio Pilato cuando Jesús se encontró casualmente con el prefecto romano.

                       La ruptura de jesús con la institución religiosa, denunciada por él como asesina, le había atraído el odio de los escribas y fariseos que "empezaron a acosarlo sin piedad y a tirarle de la lengua sobre muchas cuestiones, estando al acecho para cogerlo en algo con sus propias palabras" (Lc 11,53).

                       En este clima hicieron llegar a Jesús una noticia que tenía toda la traza de una intimidación. De hecho "en aquella ocasión algunos de los presentes le contaron que Pilato había mezclado la sangre de unos galileos con la de las víctimas que ofrecían" (Lc 13,1).

                       La advertencia era clara. Jesús, el galileo, es invitado a cambiar de rumbo, porque, de lo contrario, tendrá el mismo fin de aquellos galileos matados por Pilato.

                       Pero Jesús no se deja intimidar y avisa a sus celosos informadores que serán ellos mismos ciertamente, si no cambian de vida, los que tendrán un mal final: "Os digo que si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también" (Lc 13,3).

                     Jesús se encontrará cara a cara con Pilato cuando sea arrestado.

                     La acusación contra Jesús es la de ser uno de tantos mesías, que regularmente se rebelaban contra Roma, un instigador que "solivianta al pueblo enseñando por todo el país judío, que comenzó por Galilea y ha llegado hasta aquí" (Lc 23,5).

                    Poncio Pilato ha participado en la captura de Jesús con el envío de casi un millar de soldados y, ahora, que lo tiene de frente, quiere saber en qué consiste su peligrosidad: "Eres tú el rey de los judíos" (Jn 18,33).

                    La pregunta expresa toda la sorpresa del prefecto romano, al encontrarse frente a un individuo que tiene de todo menos apariencia de rey.

                    Jesús trata de hacer comprender que su realeza no es como la que Pilato conoce, hecha de violencia y de dominación, sino que está al servicio de la verdad.

                    A Pilato no le interesa la verdad ("¿Qué es eso de la verdad?", Jn 18,38), sino el poder y, una vez que se ha asegurado de que Jesús no representa ningún peligro para el imperio, trata de liberarlo. Pero la resistencia de las autoridades religiosas hace vanas todas sus tentativas: cayendo en vacío incluso aquello de cambiar a Jesús por un bandido, Pilato lo hace escarnecer con un azote, el látigo que terminaba en garfios de hierro, que arrancaban la piel al condenado.

                  Reducido Jesús a puro coágulo de sangre, Poncio Pilato lo muestra a la multitud: el aspirante a rey de los judíos es un inofensivo rey trágicamente burlado.

                  Las autoridades religiosas, viendo fracasar la acusación política ("rey de los judíos", Jn 18,33), trasladan su denuncia al campo religioso, y ahora piden la muerte de Jesús "porque se ha hecho hijo de Dios" (Jn 19,7).

                 Esta denuncia alarma a Pilato ("cuando Pilato oyó decir aquello, sintió más miedo", Jn 19,8). El prefecto tiene pánico de encontrarse ante un ser celeste y, por ello, a tener que responder de su actuación a cualquier autoridad divina vengativa.

                Pilato interroga, por esto, a Jesús sobre su naturaleza.

                Pero Jesús no le responde.

                La afirmación de ser hijo de un dios habría jugado a su favor, pero el prefecto debe juzgar al hombre, que encuentra de frente y no a un ser divino.

                El silencio de Jesús no hace sino aumentar la turbación de Pilato que se refugia en la única certeza que tiene, la de su poder. Su inseguridad es traicionada por el énfasis airado con el que se vuelve a Jesús: "¿Te niegas a hablarme a mí? ¿No sabes que está en mi mano soltarte y está en mi mano crucificarte?" (Jn 19,10).

               Para Poncio Pilato la sentencia de muerte o de vida es independiente de la culpabilidad o no del imputado.

               Su elección se basará en la conveniencia y no en la inocencia de Jesús.

EL AMIGO DEL CÉSAR (Jn 18,28-40; 19,1-16). Poncio Pilato.

                     En los veintidós años que fue emperador, Tiberio nombró sólo dos prefectos para Judea: Valerio Grato y Poncio Pilato, su sucesor. Para su justificación el emperador solía narrar esta historieta: "Un hombre herido yacía en tierra y un enjamre de moscas aleteaba sobre sus heridas. Un transeúnte tuvo piedad del pobrecito y, creyendo que era incapaz de alzar la mano por debilidad, se le acercó para espantarlas. Pero el herido le rogó que no lo hiciera; y cuando le preguntó por qué no trataba de librarse del mal que lo infestaba respondió: -Haríais peor si me las quitaseis. Ellas ya se han hartado de sangre y no tienen ni siquiera fuerzas para molestarme. Si viniesen otras con apetito fresco y famélicas, descompondrían mi débil cuerpo y me sobrevendría rápidamente la muerte" (Antigüedades 18,175).

                    Tiberio, que conocía bien la avidez de sus funcionarios, los comparaba a moscas ávidas de sangre, y a un cuerpo lleno de llagas le vienen mejor las moscas saciadas que las hambrientas.
                    Pero con Poncio Pilato se había equivocado.

                    Con el tiempo, la sed de sangre de este prefecto no se había aplacado, sino que había aumentado.

                     Definido por Filón como "hombre duro y obstinado" (De Legatione 38), Pilato tenía un único objetivo delante de sí, su carrera, y por ésta estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa.

                      Al tiempo de su servicio militar, iniciado de soldado raso, se debe su sobrenombre de pilato, derivado de pilum, dardo con el que se castigaba a los soldados para hacer respetar la disciplina.

                      Un salto en la escalada al poder lo dio Poncio Pilato gracias a su amistad con el prefecto Seano, el poderoso favorito de Tiberio ("estar entre sus íntimos era título de amistad con el César", Anales 6,8); de este modo consiguió gozar del ambicionado título honorífico de "amigo del César".

                      Pilato además trató de consolidar su proximidad al emperador casándose con Claudia Prócula, hija ilegítima de la mujer de Tiberio. Pero, a pesar del matrimonio, había seguido siendo del rango ecuestre (caballero). Al no ser miembro del senado, no podía aspirar al prestigioso cargo de legado (representando al emperador) y había terminado como prefecto en aquella asolada extensión de piedras que era Judea.

                      Desde hacía más de diez años, Pilato intentaba tener a raya una población obstinada y siempre amotinada.

                      Estando de mala gana en aquella tierra, sin otear ninguna misión de prestigio que lo llevase al senado de Roma, Pilato había realizado una serie de jugadas desafortunadas, que no hacían presagiar nada bueno para su futuro.

                      El prefecto no escondía el profundo desprecio que alimentaba en sus relaciones con los judíos y con sus tradiciones y ya, desde su llegada, comenzaron los incidentes.

                      Mientras sus predecesores habían evitado siempre que las tropas romanas exhibiesen en Jerusalén, la ciudad santa, los estandartes con la imagen del emperador, Pilato, despreciando el sentimiento religioso de los judíos, "fue el primero en introducir imágenes en Jerusalén" (Antigüedades 18,56), causando interminables protestas.

                    Otra protesta tuvo lugar cuando Pilato hizo colocar los escudos de oro con el nombre del emperador en el palacio real; y cuando, para construir el acueducto, llegó a cobrar dinero del tesoro del templo, respondió con una masacre a la inevitable reacción de los judíos.

9/05/2013

EL CERDO Y LA ZORRA (Mt 2; Mc 6,14-16). La caña agitada por el viento.



Sintiendo ahora acercarse el fin, Herodes sabía que el pueblo festejaría su muerte y se puso a pensar cómo darle motivos de duelo. 

Invitó mediante un engaño a los personajes más conocidos de cada aldea y los recluyó en el hipódromo de Jericó. Luego “mandó venir a su hermana Salomé con su marido y les dijo: “Sé que los judíos harán fiesta por mi muerte, pero yo conozco el modo de hacerles llorar por otros motivos y conseguir de este modo un gran luto, si vosotros estáis dispuestos a seguir mis disposiciones. Cuando yo muera, rodeadlos inmediatamente de soldados y matad a aquellos que están recluidos, de modo que toda Judea y cada familia, incluso no queriendo, tengan que llorar por mi muerte» (Guerra 1, 33, 6). 

Apenas cinco días antes de morir, Herodes cometió su último delito: viendo que Antípatro, su primogénito, se preparaba ya para rey, lo hizo matar. 

Finalmente, muerto también el rey Herodes, José, que se había refugiado en Egipto con María y el niño, no se fió de volver con su familia a Judea, donde reinaba Arquelao, cruel  y sanguinario como su padre, y subió a Galilea, a la tetrarquía heredada por Herodes Antipas. 

Antipas, forma contracta de Antípatro, significa “como el padre”, pero éste se revelará más peligroso que su padre, porque lo que no llevó a cabo Herodes el Grande lo conseguiría su hijo, bajo cuyo poder moriría Jesús. 

En los evangelios, Jesús se refiere a Herodes Antipas sólo dos veces y las dos de modo negativo.          ,
Hablando a las muchedumbres de Juan el Bautista, Jesús lo contrapone a su asesino, preguntando: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento?” (Lc 7,24). 

La expresión de Jesús se refiere a la moneda que Herodes Antipas había hecho acuñar con ocasión de la fundación de Tiberíades como nueva capital. Estando prohibido a los judíos reproducir figuras humanas, en lugar de la imagen del tetrarca, junto a la inscripción, aparecía una caña, elemento típico del lago de Galilea.
La caña agitada por el fuerte viento del lago se había convertido en el emblema satírico de este poderoso, débil de carácter, un indeciso que, entre varias posibles soluciones, terminaba infalible mente eligiendo siempre la peor. 

De su padre, Antipas no había heredado el ingenio, sino la firmeza en el obrar. 

Dudando entre continuar residiendo en la capital de Galilea, Séforis, situada en la zona montañosa a pocos kilómetros de Nazaret, o construir una ciudad más bella, decidió, al fin, edificar una nueva capital, a la orilla del lago de Galilea, llamada Tiberíades en honor del emperador. 

Para hacerla, Herodes escogió el terreno menos adecuado: un cementerio. Considerado lugar impuro, los judíos se negaron a residir en ella y Herodes se vio obligado a poblar la ciudad con gente promiscua, llevada por fuerza a la nueva capital.

Herodes se había casado con la hija del rey de Petra, pero, en un viaje a Roma, cayó en las garras de su ambiciosa cuñada Herodías, mujer de su hermano Filipo. 

Como una caña que se doblega al viento que sopla más fuerte, Herodes fue convencido por Herodías para que repudiase a su mujer. 

Ésta, cuando se enteró de la intriga, huyó con su padre, que le declaró la guerra a Herodes, para lavar la afrenta sufrida y le destruyó el ejército. 

En esta derrota, muchos judíos vieron un castigo divino por el asesinato de Juan el Bautista, vicisitud en la que sobresale el carácter indeciso de Herodes: “Éste respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo tenía protegido. Cuando lo escuchaba quedaba perplejo, pero le gustaba escucharlo” (Mc 6,20).
Según los evangelistas, quien había pedido la cabeza del Bautista había sido Herodías, que se sentía en peligro a causa de la constante denuncia de Juan el Bautista, que decía a Herodes: “No te está permitido tener como tuya la mujer de tu hermano» (Mc 6,18). 

Cortada la cabeza al profeta, Herodes perdió la suya. Obsesionado por el fantasma del Bautista, Herodes estaba convencido de que éste había resucitado (“Aquel Juan a quien yo le corté la cabeza, ése ha resucitado», Mc 6,16). 

Lo que causaba las pesadillas a Herodes era la fama creciente de Jesús, que el tetrarca veía como un muerto resucitado, que había que matar de nuevo. Y es, justamente con ocasión de estos planes homicidas, cuando Jesús vuelve a hablar de Herodes. 

Esperando amedrentarlo y, de este modo, desembarazarse de él, algunos fariseos avisaron a Jesús del grave peligro que estaba corriendo y lo invitaron a huir: “Vete, márchate de aquí, que Herodes quiere matarte” (Lc 13,31). 

Jesús no se preocupó de la amenaza y confirmó a los fariseos su propósito de continuar su camino. Luego refiriéndose a Herodes, lo definió ”zorra” (“id a decirle a esa zorra”, Lc 13,32), indicando no la astucia del tetrarca, sino su nulidad como persona. Para los hebreos, de hecho, la zorra no era el animal símbolo de la astucia, sino el más insignificante que existía (“Es mejor ser la cola de un león que la cabeza de una zorra», Pirqé Abot 4,20). 

El miedo de Herodes cesó solamente cuando Jesús fue capturado y le fue enviado de parte de Pilato. Cuando el prefecto romano se encontró de cara al hombre acusado de querer ser “el rey de los judíos» (Lc 23,3), había pensado matar dos pájaros de un tiro: quitarse un problema y dar una lección a Herodes. Era de sobra conocida la frustración del tetrarca por no conseguir obtener el ambicionado título de rey, y Pilato, enviándole a Jesús, le muestra qué fin consiguen los aspirantes al trono. 

Después de haber insultado y haberse mofado de Jesús, Herodes devuelve a Pilatos al aspirante “rey de los judíos”, revestido con “un ropaje espléndido» (Lc 23,11), el inútil manto real, haciéndole ver que había comprendido la lección, que el prefecto le había dado.

Las tensiones, que antes existían entre el representante del emperador y el pretendiente al trono, se disolvieron y “aquel día se hicieron amigos Herodes y Pilatos” (Lc 23,12). 

Pero Herodes, librado de su padre, de su suegro, de Juan Bautista, de Jesús y de Pilato no se percató de que el enemigo lo tenía a su lado. 

Con una insistencia cotidiana, Herodías, provocaba continuamente al marido y lo incitaba a embarcarse para Roma para pedir la corona: no era tolerable que “Herodes, hijo de un rey, que, por su nacimiento real, era llamado a igual honor se contentase con vivir como un ciudadano común hasta el final de su vida» (Antigüedades 18, 241-243). 

La caña agitada por el viento se plegó completamente al huracán Herodías y Herodes cedió a las insistencias de su mujer de obtener “un trono a cualquier costo” (Antigüedades 18, 245). 

Olvidándose de la lección dada por Pilato al aspirante rey, Herodes partió para Roma, donde el emperador Calígula no sólo no le concedió la corona, sino que le quitó la tetrarquía y lo condenó con la mujer “al exilio perpetuo en Lión, ciudad de la Galia” (Antigüedades, 18, 252), donde encontró la muerte probablemente por orden del mismo emperador (Guerra 2, 9, 183).

EL CERDO Y LA ZORRA (Mt 2; Mc 6,14-16). Los Herodes.



Marcos y Juan lo ignoran. Lucas hace solamente una alusión de tipo cronológico. Mateo es el único evangelista que ha tratado a Herodes, pero lo ha hecho de modo tan incisivo que aquel rey de los judíos ha quedado impreso en el imaginario popular como la encarnación misma de la crueldad. 

Paradójicamente Herodes ha pasado a la historia por el único crimen que no cometió. De hecho, el episodio de la “matanza de los inocentes” es desconocido a los cronistas de la época, que no perdían ocasión para pintar a Herodes con hoscas tintas. 

No se trata de que Herodes no fuese capaz de ordenar la matanza de “todos los niños que estaban en Belén” (Mt 2,16): este rey quitó de en medio a todos los que, de verdad o no, trataban de arrebatarle el trono. 

Incluso definiéndose a sí mismo como “padre muy amoroso” (Guerra 1, 32, 2), Herodes no dudó en matar a una decena de sus familiares, entre los que había tres hijos: Antípatro (hijo de Doris), Alejandro y Aristóbulo, hijos de Mariamme, enviados como su madre al otro mundo. Cuando se supo que el rey había asesinado a sus mismos hijos, se hizo famoso el dicho: “Mejor ser un cerdo que hijo de Herodes”, basado en la prohibición para los hebreos de comer carne de cerdo y en la semejanza entre la palabra cerdo (que se escribe en griego byos) e hijo (en griego, byiós). 

La matanza de los niños en Belén es narrada sólo por Mateo, el evangelista que presenta la vida de Jesús bajo el cliché de la de Moisés. 

Moisés y Jesús, los libertadores del pueblo, son temidos como un peligro mortal por el potente de turno.
Escribe Mateo que, al anuncio del nacimiento del “recién nacido rey de los judíos», el rey Herodes “se sobresaltó” (Mt 2,1-2). 

El terror, que acompañó a Herodes durante toda su vida, estaba causado por el hecho de ser un rey ilegítimo. 

La Ley habla claro: puede ser rey de los judíos sólo quien tiene sangre hebrea: “Nombrarás rey tuyo a uno de tus hermanos, no podrás nombrar a un extranjero que no sea hermano tuyo” (Dt 17,15). 

Por las venas de Herodes no corre una sola gota de sangre judía. La madre, Cipro, es Nabatea, y el padre, Antípatro, gobernador de Idumea, región al sur de Israel, conquistada por los judíos, primero, y después, por los romanos. 

Hábil político, Antípatro no sólo supo obrar con destreza entre sus ocupantes, sino que consiguió hacer a Herodes, cuando apenas tenía quince años, gobernador de Galilea. 

Allí el joven aprendió a hacer honor a su nombre, que significa “héroe”, y rápidamente consiguió hacerse apreciar por su indudable coraje. Aprovechándose de las luchas intestinas que marcaron el fin de los asmoneos, los legítimos reyes de los judíos, Herodes consiguió luego hacerse nombrar rey.

Su reino comenzó y terminó bajo la bandera del exterminio mediante la eliminación de todo posible adversario. Flavio Josefo afirma que “sus víctimas fueron una infinidad, y, sin embargo, aquellos que lograron salvar su vida sufrieron padecimientos que no dejaban nada que envidiar a los asesinados” (Guerra 2, 6, 2).
Cuando Jesús nació, Herodes era ya septuagenario y estaba al final de un larguísimo reinado por el que se había ganado el apelativo de “El Grande”. 

La obsesión de que cualquiera pudiese derribado del poder seguía, sin embargo, alimentando sus fantasmas de rey viejo. 

Basándose en elementos históricos concretos, como el miedo de Herodes a perder el trono y su crueldad en defenderlo, Mareo construye la narración de la matanza de los niños de Belén de tal modo que cualquier lector pueda comprender que se trata de teología y no de historia. 

De hecho, Herodes el Grande, conocido por la astucia que le permitió reinar sin rival por casi medio siglo sobre los judíos, da la imagen de poco prevenido en el evangelio de Mateo. 

Alarmado por la noticia del nacimiento del nuevo rey, Herodes “convocó a todos los sumos sacerdotes y letrados del pueblo, y les pidió información sobre dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: En Belén de Judea” (Mt 2,4). 

Incluso conociendo el lugar del nacimiento del Mesías, el rey no lanza tras él a sus sicarios en busca del recién nacido, sino que se confía a desconocidos extranjeros como eran “los magos venidos de Oriente», y los mandó a Belén encargándoles: “Averiguad exactamente qué hay de ese niño y, cuando lo encontréis, avisadme para ir yo también a rendirle homenaje» (Mt 2,1.8). 

Extrañamente Herodes, hombre receloso, que no se fiaba ni siquiera de sus hijos, no piensa en enviar espías tras los magos. Sólo cuando -se vio burlado por los magos, montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo en Belén y sus alrededores- (Mt 2,16). 

El relato de Mateo es pretendidamente grotesco. Herodes, que en su larga existencia se había mofado de todos, ahora se ve burlado y ordena la matanza de los niños de Belén. Pero, como Moisés escapó a la matanza de todos los recién nacidos hebreos, querida por el faraón, así sucederá con Jesús.