1/31/2012

LA VIUDA Y LAS SANGUIJUELAS.

La única vez que en los evangelios se lanza una maldición es en el episodio de la higuera, y la sola vez que Jesús dirige palabras de drástica condena hacia alguien en el evangelio de Marcos es en la invectiva a los escribas que "recibirán una sentencia muy severa" (Mc 12,40).
Maldiciones y condena dirigidas a la institución religiosa, representada por el templo, y a los escribas, que con su teología justifican sus pretensiones, son el hilo conductor que une las escenas de la higuera y del episodio conocido como "el óbolo de la viuda" (Mc 12,41-44).
Este episodio, estructurado también según el esquema del tríptico, presenta en la primera tabla la denuncia de Jesús a los escribas que "se comen los hogares de las viudas" (Mc 12,38-40); en la parte central, la ofrenda de la viuda (Mc 12,41-44), y en la última tabla el anuncio de la destrucción del templo (Mc 13,1-2).
Después del episodio de la irrupción de Jesús en el templo, las autoridades llenas de miedo y alarmadas "buscaban una manera de acabar con él", pero desisten a causa del pueblo que "estaba impresionado de su enseñanza (Mc 11,18).
No pudiendo por ahora lanzar el ataque final, todo el sanedrín compuesto por los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, desencadena contra Jesús una oleada de emboscadas, tendente a desacreditarlo y hacerle perder la aprobación de la gente: una vez aislado será más fácil eliminarlo.
Considerado elemento peligroso por las autoridades religiosas y civiles, se lanzan contra Jesús todos unidos, olvidando rivalidades y animadversiones, desde los piadosos "fariseos" revueltos con los disolutos "herodianos" (Mc 12,13) que es como decir el diablo y el agua santa (el diablo son los herodianos), a los ultraconservadores saduceos y toda la inteligentsia representada por los escribas (Mc 12,18-37).
El resultado de los ataques a Jesús, una vez esquivadas hábilmente todas las trampas e insidias contra él tendidas, es que el índice de su popularidad crece más aún: "la multitud, que era grande, disfrutaba escuchándolo" (Mc 12,37).
Y justamente dirigiéndose a la multitud, Jesús la pone en guardia contra los escribas, categoría fácilmente identificable por tres características: en lugar de vestirse como el común de los mortales, "les gusta pasearse con sus largas vestiduras", haciendo ostentación con un hábito religioso particular que los hace rápidamente reconocibles y que, sobre todo, indica claramente que son personas en contacto directo con Dios.
Pero la abundancia de tela empleada para mostrar a los otros tanta asiduidad con el padre-eterno no consigue esconder su desenfrenada sed de honores, su ansia de ser reverenciados y de "ser saludados en las plazas"; y como no se vive solamente para la gloria y para el espíritu (la carne es siempre débil), el deseo de ser bien vistos y reconocibles en las ceremonias, junto con el de "tener los primeros asientos en las sinagogas" va de la mano con el de asegurarse "los primeros puestos en los banquetes".
Dado que el apetito se hace al comer, los escribas tienen adiestradas sus voraces mandíbulas "devorando las casas de las viudas bajo pretexto de largos rezos".
Es éste el crimen más grave que Jesús les imputa.
La figura de la viuda en la Biblia ha representado siempre (junto con los huérfanos y los extranjeros) a aquellos a los que les falta protección y que están a la total merced de los prepotentes (Is 1,17; Jr 7,6).
Por este motivo Dios, que se preocupa de los miembros más débiles de la sociedad, establece que, con una parte de las ofrendas al templo, se asista a las viudas y a los huérfanos (Dt 14,28-39).
Jesús no tolera que cuantos pretenden ser la voz oficial de Dios, en lugar de alimentar a las viudas, las hagan morir de hambre.
Y justo cuando está poniendo en guardia a la multitud frente a aquellos que en nombre de Dios explotan a las viudas, ve a "una pobre viuda echar dos monedas" en el tesoro, la banca del templo, la estancia especial "repleta de riquezas indescriptibles, tantas que era incontable la cantidad de ofrendas" (2 Mac 3,6).
He aquí quién es el verdadero dios del templo.
No el Padre que se ocupa de los pobres, sino el tesoro, el dios-lucro cuyo cuyo culto cruento exige continuamente víctimas para despojar.
En lugar de ver saciada su hambre con los impuestos del templo, la viuda echa "todo lo que tenía para vivir" en el tesoro, monstruo que engulle con las monedas la vida misma de la pobre viuda para vomitarlas después en los bolsillos de los sacerdotes y de los adeptos al culto, que ofrecen a Dios lo que sustraen a los pobres.
Jesús constata la ineficacia de su enseñanza que choca con la fuerza de una tradición de la cual incluso las víctimas son las más convencidas sustentadoras, y con una institución que debe su misma razón de ser a la explotación de la gente.
Jesús no aprecia el gesto de la mujer. Sus palabras no son un elogio de la generosa fe de la viuda, sino un lamento sobre esta pobre víctima de la religión que se desangra por mantener en pie la estructura que la explota.
Jesús no puede tolerar que el Padre, conocido con el título de "defensor de las viudas" (Sal 68,6), sea transformado en un vampiro que las desangra.
Por esto, en la última tabla del tríptico, inmediatamente después de este episodio, Jesús anuncia que la única solución ya posible es la definitiva desaparición del templo opresor de los pobres: "No dejarán ahí piedra sobre piedra, que no derriben" (Mc 13,2).

1/30/2012

LA HIGUERA Y LA CUEVA DE LADRONES.

Una de las acciones más extrañas e insensatas de Jesús es la de haber maldecido a una pobre higuera culpable de no dar frutos en una estación que no era la de higos (Mc 11,12-14.20-22)
Indudablemente este episodio, separado del contexto, puede hacer nacer sospechas acerca del equilibrio psíquico de Jesús.
La perícopa de la maldición de la higuera, construida según el esquema del tríptico, forma parte de las dos tablas laterales que adquieren su significado solamente en relación con la tabla central, que es la de la entrada de Jesús en el templo de Jerusalén (Mc 11,15-19).
En la primera parte del tríptico (Mc 11,12-14) escribe el evangelista que Jesús buscando frutos de una higuera, "no encontró más que hojas".
El árbol engaña: el esplendor exterior enmascara su total esterilidad. El motivo de la ausencia de frutos, subrayado por el evangelista con la expresión "no era tiempo de higos" une este episodio a la primera palabra pronunciada por Jesús en este evangelio: "Se ha cumplido el plazo, está cerca el reinado de Dios. Enmendaos y tened fe en esta buena noticia" (Mc 1,15).
Junto a la vid, la higuera erauna de las plantas con las que se representaba a Israel: "La higuera es la casa de Israel" (Apoc. de Pedro, 2; 1 Re 5,5; Os 9,10). Dios había establecido con Israel un pacto: si el pueblo hubiese practicado sus enseñanzas, él lo habría protegido, y los hebreos con su vida refulgente de justicia y santidad habrían debido hacer ver a los pueblos colindantes que el Dios de Israel era el verdadero Dios (Dt 6-7).
Pero la infidelidad del pueblo había hecho que si Israel esra igual a las naciones paganas en cuanto a la opresión y violencia, su posición era más grave, puesto que la injusticia se ejercía, en nombre del verdadero Dios.
Jesús, venido para pedir cuenta del fruto de esta alianza, encuentra que Israel se había convertido en un lupanar de injusticias y perversidades, donde "profetas y sacerdotes son unos impíos, hasta en mi templo encuentro maldades" (Jer 23,11).
El "tiempo" no había sido de frutos, haciendo vanos todos los cuidados del Señor para con su pueblo, como constataron amargamente los profetas: "Esperó que diese uvas, pero dio agrazones. Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos" (Is 5,2.7).
Por esto Jesús declara caducada la alianza porque, como la higuera sin frutos, aquélla es ya inútil. En la otra talba del tríptico (Mc 11,20-21) está la confirmación de lo anunciado por Jesús: "la higuera se secó de raíz".
En el centro de los dos episodios relativos a la higuera, el evangelista inserta la irrupción de Jesús en el templo (Mc 11,15-19).
El episodio es conocido como la "expulsión de los mercaderes del templo", pero Jesús no expulsa solamente a los vendedores: junto a éstos expulsa también a los compradores ("se puso a echar a los que vendían y compraban allí").
La acción de Jesús no tendía a purificar el templo, sino a abolir su culto.
Por esto se lanza contra el sacro mercado e impide el paso de los utensilios necesarios para el culto.
Privándolo de las ofrendas, Jesús golpea en su fuente la vitalidad del templo que, como la higuera sin linfa vital, "se seca de raíz".
En la figura de la higuera estéril el evangelista representa el templo, símbolo de la institución religiosa que, con todo su esplendor de palacios sagrados, sagradas ceremonias, sagrados adornos, sagrada vajilla, esconde la ausencia total de Dios.
En este lugar donde todo es demasiado santo, no hay ya lugar para el único Santo: de él, en verdad, no se siente gran nostalgia, en cuanto que está bien reemplazado por la presencia de su más concreto rival "Mammón", el dios-lucro.
Jesús denuncia que el templo, llamado a ser la casa de oración para todos los pueblos, se haya transformado en realidad en una "cueva de ladrones".
Esta expresión, que indica el lugar donde los bandidos esconden lo robado, está tomada de una invectiva contra el templo y el culto en la que el profeta Jeremías anunciaba la destrucción total del templo: "¿Creéis que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre?... Por eso trataré al templo que lleva mi nombre, y os tiene confiados, y al lugar que di a vuestros padres y a vosotros lo mismo que traté a Siló" (Jr 7,11.14).
Las autoridades religiosas han transformado el lugar santo en una cueva de la que no tienen ni siquiera necesidad de salir para andar a depredar a sus víctimas: la gente acude allí voluntariamente, creyendo que para ellos es un bien ser expoliados para gloria de Dios (y los bolsillos de los sacerdotes).

EL DIOS VAMPIRO.

(Mc 11,12-25; 12,38-13,2)

Para la comprensión de los evangelios es importante conocer las particulares técnicas literarias con las que éstos han sido compuestos; de otro modo los episodios narrados resultan incomprensibles o francamente desfigurados.
Para la elaboración del texto, los evangelistas usan esquemas y estructuras que responden a reglas bien precisas en el arte de la escritura, comunes a su cultura.
Una de las estructuras narrativas frecuentemente usada en los evangelios es la del "tríptico".
En arte se entiende por "tríptico" un cuadro compuesto por una tabla central y dos laterales: lo que aparece pintado en éstas no se entiende si no se pone en relación con lo que se representa en la parte central.

Y SIN EMBARGO VE

Por tercera vez el hombre que había estado ciego es convocado e interrogado por las autoridades, que intentan hacerle reconocer que ha sido algo malo para él la recuperacón de la vista a manos de un pecador.
Habiendo cambiado en un abrir y cerrar de ojos de la condición de beneficiario de un milagro a la de imputado, el hombre evita la trampa que le tienden las autoridades religiosas y no entra en el terreno teológico. Entre la verdad dogmática y la propia experiencia vital, es esta última la más importante: "Si es pecador o no, no lo sé; una cosa sé, que yo era ciego y ahora veo".
Pero la alegría del hombre, que había pasado de las tinieblas a la luz, ni siquiera es tomada en consideración por las autoridades, porque para éstas no puede haber nada de bueno en la transgresión de la Ley de Dios.
Habituados a encontrar en los libros sagrados, escritos siglos atrás, una respuesta válida para cada situación de sus contemporáneos, los jefes piensan no tener nada que aprender o modificar y ver en cualquier novedad como un atentado contra Dios, que ha determinado para siempre en su Ley el comportamiento del hombre, al que no le queda sino someterse a las normas establecidas en otros tiempos y para otros hombres.
Los dirigentes, a costa de negar la evidencia, no pueden admitir la curación del hombre, porque esto dañaría la autoridad de su enseñanza. Si alguno debe sufrir a causa de esto en adelante, paciencia, Dios proveerá.
Pero la obstinación del hombre que no se doblega a su autoridad y que no quiere reconocer que par él habría sido mejor permanecer ciego, aumenta la ira de los jefes que vuelven de nuevo a interrogarlo acerca de las circunstancias de la curación: "¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?" "Abrir los ojos a los ciegos" es una imagen con la que el profeta Isaías indica la liberación de la tiranía (Is 35,5; 42,7). La repetición de esta expresión siete veces en la narración quiere subrayar aquello que preocupa realmente a las autoridades: que la gente abra los ojos.
Los dirigentes religiosos pueden avasallar e imponer sus verdades, mientras que el pueblo no ve, pero si alguien comienza a abrir los ojos a la gente, están perdidos.
Cansado del enésimo interrogatorio, el hombre curado se niega a responder y pregunta a las autoridades si tanto interés no se deba acaso a que quieran hacerse también ellos discípulos de Jesús.
Jamás: ellos son discípulos de Moisés, no pretenden seguir a un vivo, sino venerar a un muerto.
Defensores del Dios Legislador, no pueden comprender las acciones del Creador que se manifiesta comunicando vida al hombre.
Aparentemente animados por el celo del honor de Dios ("Da gloria a Dios"), en realidad solamente piensan en salvaguardar su poder, usando el nombre de Dios para sofocar la vida que él comunica.
El evangelista subraya la gravedad del comportamiento de las autoridades que no sólo no quieren ver, sino que impiden que la gente vea y que, para no perder su propio prestigio, "llaman bien al mal y mal al bien" (Is 5,20), incurriendo en lo que es definido en los otros evangelios como imperdonable "blasfemia contra el Espíritu" (Mt 12,31). Las autoridades, no sabiendo ya qué argumentación teológica oponer a la evidencia del hecho, toman el atajo de los insultos. Recordando al hombre, culpable de ver, que es un maldito de Dios ("Empecatado naciste de arriba abajo, ¡y vas tú a darnos lecciones a nosotros!"), recurren a la violencia institucional ("lo echaron fuera") y hacen realidad en él la amenazada expulsión de la sinagoga.
Pero los jefes religiosos que excomulgan a los hombres en nombre de Dios son en realidad los verdaderos excomulgados.
Su indiferencia por el bien de los hombres, unida a la pretensión de indicarles el camino, los hace culpables de su ceguera, "guías ciegos" (Mt 23,16) que causan la ruina del pueblo: "Si fuérais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que vis, vuestro pecado persiste".
Jesús, una vez que supo que el hombre curado por él había sido echado de la sinagoga, corrió en su búsqueda.
La expulsión de la institución religiosa no causa en el hombre la ruina tan temida, sino que es la ocasión providencial para el encuentro con el Señor. Expulsado por la religión, el hombre encuentra la fe.

1/29/2012

LA MIRADA CREADORA.

Fruto de esta mentalidad es la pregunta que los discípulos hacen a Jesús al ver a un hombre ciego de nacimiento: "Maestro, ¿quién tuvo la culpa de que naciera ciego: él o sus padres?".
La ceguera no era considerada una enfermedad cualquiera, sino que, por impedir el estudio de la Ley, se creía una maldición divina, agravada por el anatema del rey David que odiaba a los ciegos hasta el punto de prohibirles la entrada en el templo de Jerusalén: "A esos cojos y ciegos los detesta David. Por eso se dice: "Ni cojo ni ciego entre en el templo". ("Sam 5,8).
Jesús responde excluendo taxativamente cualquier relación entre culpa y enfermedad ("ni él ha pecado ni sus padres") y advierte a los discípulos que incluso en aquel individuo, tenido por pecador por la religión y excluido de la sociedad (se trata de un mendigo), se manifestará visiblemente la obra de Dios.
El evangelista ha comenzado la narración subrayando que la mirada de Jesús se ha posado sobre el hombre inmerso en las tinieblas para completar en él la obra del Dios autor de la luz: "Al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento".
Jesús repite en el ciego los gestos del Creador, que "modeló al hombre de arcilla del suelo" (Gén 2,7): "hizo barro con la saliva y le untó barro en los ojos".
Enviado a ir a lavarse en la piscina de Siloé, el hombre "volvió con vista".
Las personas presentes en la escena, incapaces de evaluar el suceso, en lugar de alegrarse con el hombre curado, lo conducen a los fariseos para oír su parecer, desconcertados por el hecho de que Jesús "había hecho barro y le había abierto los ojos en sábado", quebrantando el más importante de los mandamientos.
La curación del ciego, pone alerta a los fariseos. Éstos, cultivadores de la muerte, no toleran ninguna manifestación de vida, y habituados a referirse a los hechos con la ley en la mano, no se felicitan por el hombre curado, sino que se alarman por las circunstancias de esta curación (hacer barro es uno de los treinta y nueve trabajos prohibidos en día de sábado, Shab 7,2) y le piden información únicamente sobre "cómo" ha sido curado.
De la respuesta del hombre, los fariseos deducen que Jesús "no viene de parte de Dios, porque no guarda el precepto".
Elos saben todo lo que Dios puede hacer o no.
Y dado que Dios no puede ir contra su propia Ley, es evidente que el autor de la grave infracción (la curación no interesa) ha actuado contra el Señor que ha mandado condenar a muerte a quien, incluso haciendo prodigios, desvía al pueblo (Dt 13,1-6).
Aquellos a los que Jesús ha llamado antes esclavos del pecado (Jn 8,34) sentencian ahora que Jesús es el pecador.
Pero en algunos fariseos la ostenta seguridad teológica se resquebraja frente a la evidencia del hecho ("¿cómo puede un hombre, siendo pecador, realizar semejantes señales?") y vuelven a interrogar otra vez al hombre, preguntándole su opinión sobre el individuo que lo había curado.
La respuesta de que se trata indudablemente de un enviado de Dios ("es un profeta") hace entrar en escena a las autoridades religiosas ("los judíos").
Éstas no pueden admitir que, transgrediendo el mandamiento del sábado, que incluso el mismo Dios observa, alguien pueda haber obrado el bien.
No pudiendo aceptar contradicción alguna en su doctrina, buscan negar la verdad del hecho, insinuando la duda del fraude y, convocados los padres del ciego que decía haber sido curado, los acusan de estar al frente del embrollo: "¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego? ¿cómo es que ahora ve?".
La curación del hijo es considerada por las autoridades un crimen del que deben responder sus padres.
Atemorizados y llenos de pavor, éstos descargan toda responsabilidad sobre su hijo: "Preguntánselo a él, ya es mayor de edad; él dará razón de sí mismo".
La cobardía de los padres es justificada por el evangelista aduciendo que "los padres respondieron así por miedo a los dirigentes judíos, porque los dirigentes tenían ya convenido que fuera excluido de la sinagoga quien lo reconociese por Mesías".
Esta expulsión comportaba sanciones no sólo a nivel religioso, sino graves consecuencias en el ámbito social: el expulsado era tratado como un contagiado por la peste, con quien no se podía ni comer ni beber y de quien había que mantenerse a dos metros de distancia (M.Q.B. 16a).

1/25/2012

EXCOMULGADO POR GRACIA DE DIOS (Jn 9)

"Bien y mal, vida y muerte... todo viene del Señor" (Eclo 11,14) que se define a sí mismo "creador de la desgracia" (Is 45,7) y asegura que "no sucede una desgracia en la ciudad que no sea causada por Yahvé" (Am 3,6).
La creencia, contenida en el Antiguo Testamento, de que Dios es el autor de las desdichas que se abaten sobre la humanidad, deja al hombre solamente la posibilidad de aceptar resignado lo que el Señor le envía, esperando que éste no apriete mucho la mano.
"Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males? (Job 2,10), replica Job a la mujer que lo reprende por haber bendecido al Señor por todas las desgracias que le han caído encima: "El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor" (Job 1,21).
La convicción de que los males y las enfermedades son un castigo, enviado por Dios a causa de las culpas de los hombres, estaba tan arraigada en la época de Jesús que cuando un hebreo encontraba a una persona con alguna minusvalía bendecía al Señor, autor del merecido castigo: "Quien ve a un mutilado, un ciego, un leproso, un cojo, diga "Bendito el juez justo" (Ber. 58b).
Pero si la enfermedad guarda siempre relación con el pecado del hombre, ¿cómo podía explicarse el sufrimiento de los niños sin duda inocentes?
Para los rabinos la solución era muy sencilla: los pequeños son el chivo expiatorio de las culpas de los adultos, como enseñan la Biblia y el Talmud al presentar un "Dios celoso: que castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos cuando lo aborrecen" (Éx 20,5): "Cuando en una generación hay justos, éstos son castigados por los pecados de esa generación. Si no hay justos, los niños sufren entonces por los males de la época" (Shab 33b).

1/24/2012

QUIEN ENDEMONIA A QUIEN.

En contraste con la exuberante demonología del judaísmo, los evangelistas tratan el tema con mucha sobriedad.
El diablo aparece poquísimo en los evangelios, que no registran ningún caso de posesión por parte de Satanás, sino sólo por parte de los demonios, definidos también como "espíritus impuros".
A excepción del evangelio de Juan, donde no aparece ningún caso de endemoniado, los evangelistas aplican la categoría de posesión demoníaca a aquellos impedimentos interiores (prejuicios, ideologías, intereses) que dominan al hombre y lo vuelven refractario al proyecto de Dios.
Estos obstáculos son individuados por los evangelistas en la tradición religiosa y en la doctrina oficial, impuesta por los escribas y practicadas por los fariseos.
La primera vez que Jesús se encuentra frente a un endemoniado es, por cierto, en un ambiente dominado por la institución religiosa: la sinagoga.
Jesús, huido de la sinagoga de Nazaret, donde han intentado matarlo (Lc 4,16-30), trata de exponer de nuevo su mensaje en la de Cafarnaún (Lc 4,31-37).
Al contrario que en Nazaret donde la escucha de sus palabras había provocado un furor homicida, en Cafarnaún se produce una explosión de entusiasmo por parte de la gente que se siente finalmente liberada, "impresionada por su enseñanza, porque hablaba con autoridad".
Hablar con "autoridad" era prerrogativa exclusiva de los escribas, los únicos que habían recibido oficialmente por mandato divino la potestad de enseñar la Escritura.
Con su enseñanza, Jesús desmiente esta pretendida autoridad de los escribas que no sólo no hacen que se conozca la palabra de Dios, sino que la sustituyen por una miserable "componenda de usos humanos" (Is 29,13), haciendo pasar de contrabando doctrinas que son "preceptos humanos" por el único mandamiento de Dios (Mt 15,9).
Pero hay uno que no soporta la reacción entusiasta del auditorio: "un hombre que tenía un espíritu, un demonio inmundo y se puso a gritar a grandes voces: ¿Qué tienes tú contra nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos?"
¿Quién se siente amenazado de destrucción por las palabras de Jesús?
El evangelista resalta pretendidamente la extrañeza de una sola persona anónima ("un hombre") que habla en plural en defensa de una clase ("contra nosotros").
La enseñanza de Jesús no se había dirigido contra ninguno, pero fue la reacción positiva de la gente la que arrojó el descrédito sobre el prestigio de los escribas, dejando claro a todos que éstos no tenían ningún mandato divino. Jesús, enseñando "con autoridad, no como los letrados" (Mc 1,22), destruye de raíz toda su autoridad.
El endemoniado se siente amenazado por el mensaje de Jesús: junto con el prestigio de los escribas, la enseñanza del Señor destruye también las certidumbres del poseído, fundadas en la obediencia a aquellas autoridades que ha considerado siempre expresión de la voluntad divina.
Defendiendo la fe en las instituciones religiosas, el poseído defiende su misma fe.
El "grito fuerte" del endemoniado amplifica la alarma lanzada por las autoridades: "¿Qué hacemos?, porque ese hombre realiza muchas señales. Si lo dejamos seguir así, todos van a darle su adhesión..." (Jn 11,47-48).
El mensaje de Jesús desenmascara a los escribas y fariseos: son las autoridades religiosas y espirituales las que endemonian al pueblo, haciéndole adherirse a una enseñanza que no viene de Dios.
Los escribas y fariseos no sólo no entran en el reino de Dios y no dejan entrar a los que quieren entrar en él (Mt 23,13), sino que arrastran a la perdición a cuantos creen y obedecen su doctrina y los hacen "dignos del fuego" el doble que ellos (Mt 23,15).
Mientras la enseñanza religiosa de los escribas tendía a someter al hombre, privándolo de la capacidad de juicio y de libertad, el mensaje de Jesús hace al hombre libre y le descubre nuevas posibilidades y capacidades de amor.
Por esto la palabra de Jesús, más eficaz que las numerosas palabras de los escribas, obtiene el efecto de liberar al poseído "sin hacerle ningún daño".
Éste creía que el abandono de la Ley habría sido la causa de todos los males y experimenta al contrario que el mal consistía justamente en la sumisión a la Ley.
Las modalidades de la liberación del poseído causan todavía más admiración por parte de todos los presentes que unánimemente la atribuyen a la "palabra" de Jesús. ("¿Qué palabra es ésta?"), considerada eficaz no sólo para el caso presente, sino capaz de expulsar a todos los "espíritus inmundos".
Jesús ha conseguido poner en práctica en la sinagoga de Cafarnaún aquello que solamente había podido anunciar en la de Nazaret: "Me ha enviado... a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos" (Lc 4,18).
Y la gente experimenta que la fuerza contenida en el mensaje de Jesús es capaz de liberar de los condicionamientos creados por la religión que impiden descubrir el verdadero rostro del Padre a toda persona esclava.

DEMONIO GAY

En lengua hebrea no existe el término "demonio" (del griego "devorador de cadáveres"),
Cuando la Biblia, en una sociedad culturalmente más desarrollada, se tradujo a la lengua griega, se tomaron distancias con relación no sólo a aquellos seres intermedios entre divinidades y hombres, sino también a los personajes mitológicos que se encontraban por doquier en el texto como sirenas, arpías, centauros, sátiros, faunos, duendes, gnomos y espectros, que fueron traducidos todos con el mismo término genérico de "demonio" (Lv 17,7).
Con esta misma palabra se designaron también las divinidades extranjeras, polémicamente degradadas a espíritus malignos, como Gad, el dios arameo de la fortuna, y el "genio protector" de la casa (Is 65,11; Dt 32,17).
Tal vez los traductores exageraron algo y designaron también como demonios a los gatos salvajes (Is 34,14) y a las cabras (Is 13,21).
El demonio más popular del Antiguo Testamento es Asmodeo ("Aquél que hace morir"): enemigo declarado de las uniones conyugales. A Sara "le fue matando todos los maridos (hasta siete) cuando iban a unirse a ella, según costumbre" (Tob 3,8). Tobías, también aspirante a marido suyo, preocupado de que pudiera sumarse a los siete precedentes cadáveres, salvó la vida con un remedio extraño.
Sabiendo que Asmodeo, demonio particularmente débil de estómago, no soporta "el olor del hígado y del corazón del pez", echó esos ingredientes en el brasero del incienso y "el olor del pez contuvo al demonio, que escapó hasta el confín de Egipto" (Tob 8,3).
La sobriedad de la Biblia hebrea y griega respecto a diablos y demonios (no registra ningún caso de posesión diabólica y desconoce el término "endemoniado"), contrasta con su proliferación en el judaísmo, época precedente a la actuación de Jesús, en que el número y la variedad de demonios creció con desmesura dejando espacio a la fantasía más desenfrenada: "Cada uno de nosotros tiene mil -Demonios- a la izquierda y diez mil a la derecha" (Ber. 6a).
En un mundo en el que algunos no comían alubias, convencidos de que contuviesen las almas de los muertos (Plinio, Hist. nat. 18,118), todo lo que aparecía maravilloso o proveniente de causas desconocidas (como la insolación, causada por el "demonio del mediodía", Sal 91,6) era identificado como demonio o acción demoníaca.
Cada demonio tenía su especialidad: la borrachera era provocada por el demonio Shimadon (Ber. R. 36,3), la ceguera por Shabrirri (Ab. A. 3a. bar) y la peste por Queteb (Dt 32,24).
En el Talmud, las hipótesis sobre el origen de los demonios son de lo más variado.
Se cree que son herederos de los "Nephilim", gigantes orientales nacidos de la unión entre seres celestes y las primeras mujeres: "En aquel tiempo -es decir, cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas del hombre y engendraron hijos- habitaban la tierra los gigantes" (Gn 6,4).
También hay quien sostiene la teoría de la evolución: "La hiena, después de siete años, se hace murciélago, el murciélago vampiro, el vampiro hortiga, la hortiga espino, y éste, al fin después de siete años, se convierte en demonio" (B.Q. 16,1).
Otros piensan que son criaturas incompletas: Dios había creado ya sus almas,pero cuando iba a modelar sus cuerpos llegó el sábado, lo observó dejando de trabajar, y estas almas, que habían quedado sin cuerpo, resultaron ser los demonios (Ber. r. 7,5).
La noche es su reino incontrastable ("De noche está prohibido saludar a quien sea por temor a que pueda ser un demonio"; Sanh. 44a).
Si el sexo de los ángeles era un enigma, el de los demonios que, como los humanos "comen y beben, se reproducen y mueren" (Hag. B. 16a), estaba claro: eran machos, hembras y gays.
La demonisa más célebre es Lilith (Is 34,14), insaciable doncella lujuriosa que se introduce hábilmente en la cama de los hombres para hacer el amor con ellos. El Talmud advierte: "El que duerme será cogido por Lilith" (Shab 151b).
En la cama le plantea una despiada competencia Ormas, el demonio que se viste de mujer con la intención de engañar y seducir incluso a los hombres.
Quien desea saber si ha sido visitado de noche por un demonio basta con que: "tome ceniza cernida, la esparza en torno a la cama, y por la mañana verá las huellas de patas de gallo" (Ber. 6a), y "quien le quiera ver, que lleve la placenta de una gata negra, nacida de una gata negra primogénita, nacida a su vez de una primogénita, y la seque en el fuego, la triture, se ponga una poca en los ojos, y entonces lo verá" (Ber. 6a).

DEMONIOS POR TODAS PARTES.

En el uso atento de los vocablos empleados para transmitir el mensaje de Jesús, los evangelistas distinguen entre "diablo" y "demonio", términos diferentes y de significado distinto que se confunden con frecuencia.
"Diablo" es el equivalente griego del vocablo hebreo "satanás" ("adversario", "enemigo"), que en la Biblia hebrea se usa indistintamente para indicar ya la acción del "Ángel del Señor" (expresión que indica a Dios mismo, Éx 16,7), ya a personas como David, enemigo de los filisteos (1 Sm 29,4) o Amán, adversario del pueblo hebreo (Est 7,4).
De las diez veces que aparece en el Antiguo Testamento, la única en que "Satanás" es utilizado como nombre propio es en el libro de las Crónicas (1 Cr 21,1), donde el autor, en una teología más desarrollada, imputa a "Satanás" la intención de hacer el censo de Israel, acción que había sido originariamente atribuida al Señor: "El Señor volvió a encolerizarse contra Israel e instigó a David contra ellos: Anda, haz el censo de Israel y Judá" (2 Sm 24,1).
Con el término "Satanás" se representan también figuras genéricas como el "acusador" (Sal 109,6), título de un funcionario de Dios que forma parte de la corte celeste: "Un día fueron los ángeles y se presentaron al Señor; entre ellos llegó también Satanás" (Job 1,6).
En un apócrifo tardío, "Satanás" se convierte en el nombre del ángel que rechaza adorar a Adán, el primer hombre creado, y que es arrojado por eso a la tierra con sus ángeles (Vida lat. de Adán y Eva 12-16).
Contrariamente a lo que muchos creen, en la Biblia no aparece la fábula del bellísimo y muy ambicioso ángel, de nombre Lucifer, arrojado por Dios para siempre del paraíso y transformado en un horrible diablo.

TEMPLO DEL PECADO.

El hombre que durante años ha sido esclavo de su propio lecho, señor al fin de quien lo había dominado y capaz de autonomía ("echó a andar"), cae bajo la ira de las autoridades que, ante su curación, reaccionan de modo negativo.
No hay un sentimiento de solidaridad hacia el enfermo completamente restablecido y capaz de caminar con sus propios pies, sino un reproche amenazador: "Es día de precepto y no te está permitido cargar con tu camilla".
De hecho, la transgresión comenzada por Jesús ha sido completada por el enfermo con el transporte de su camilla, acción prohibida en día de sábado, y por cuya desobediencia estaba prevista la pena de muerte: "Guardaos muy bien de llevar cargas en sábado y de meterlas por las puertas de Jerusalén" (Jr 17,21).
En el relato, la expresión "carga tu camilla", aparece cuatro veces para subrayar que éste es el hecho que alarma a las autoridades.
Jesús ha ordenado al enfermo: "Levántate, carga con tu camilla y echa a andar".
Las autoridades ordenan exactamente lo contrario: "No te está permitido cargar con tu camilla".
La obediencia a las autoridades mantiene al hombre en la enfermedad; la acogida de la palabra de Jesús vuelve al individuo capaz de caminar con sus propios pies.
Por esto ahora los jefes están más preocupados por el autor de la curación: "¿Quién es el hombre que te dijo: Carga con tu camilla y echa a andar?".
Lo que de hecho les alarma no es tanto la transgresión cometida por el enfermo, sino que haya uno que incite a la gente a no observar la Ley, acompañe esta invitación con eficaces signos de vida.
La curación obrada por Jesús puede ser para las multitudes la tan esperada señal del cielo para la liberación de todo el pueblo (el agua que "se agita"), realizando lo descrito por Ezequiel en la visión de la llanura llena de "huesos calcinados que eran el pueblo de Israel" a los que el espíritu vuelve a dar vida: "Penetró en ellos el aliento, revivieron y se pusieron en pie" (Ez 37,10-11).
Mientras tanto, el hombre curado, hallado por Jesús en el templo, es amonestado severamente a "no pecar más, no sea que te ocurra algo peor".
Para el evangelista quedarse en el templo significa aceptar voluntariamente ser dominado por la institución religiosa, renunciando a la plenitud de vida que Jesús comunica e incurriendo en algo peor que la enfermedad: la muerte.
El "pecado", citado por primera vez en el evangelio de Juan como "pecado del mundo" (1,29), es la voluntaria renuncia a la vida y la sumisión a las tinieblas, símbolo de muerte.
Mientras para Jesús el pecado es ir contra la vida, para los dirigentes consiste en ir contra la Ley.
Para las autoridades el bien y el mal dependen de la observancia de la Ley; para Jesús, del comportamiento con relación a los hombres. No es el hombre quien debe respetar la ley, sino ésta la que debe tener respeto al hombre.
En realidad, a los jefes les importa un comino la Ley; ellos son los primeros en transgredirla cuando va contra sus intereses: "¿No fue Moisés quien os dejó la Ley? Y, sin embargo, ninguno de vosotros cumple esa Ley" (Jn 7,19).
Su interés por la obediencia de la Ley es solamente el instrumento para someter al pueblo que reconoce de este modo su poder y permite a las autoridades saber hasta dónde puee llegar su dominio, cargando cada vez más "a los hombres con cargas insoportables"(Lc 11,46).
Si la violación del descanso sabático marca el inicio de la persecución de los dirigentes contra Jesús, su pretensión de llamar Padre suyo a Dios desencadena los instintos homicidas de las autoridades que "trataban de matarlo, ya que no sólo suprimía el descanso del precepto, sino también llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose él mismo igual a Dios" (Jn 5,18).
El proyecto de Dios sobre la humanidad -que todos los hombres lleguen a ser hijos suyos (Jn 1,12)- es considerado por las autoridades religiosas un crimen digno de muerte, por minar las mismas bases del sistema religioso, considerado indispensable mediador entre Dios y los hombres.
Jesús denuncia que aquellos que pretenden enseñar en nombre de Dios, en realidad no lo conocen: "Nunca habéis escuchado su voz ni visto su figura, y tampoco conserváis su mensaje entre vosotros; la prueba es que no dais fe a su enviado" (Jn 5,37).
Cuando esta palabra se les manifiesta, la consideran una execrable herejía que hay que extirpar con el homicidio: "No te apedreamos por ninguna obra excelente, sino por blasfemia; porque tú, siendo un hombre, te haces Dios" (Jn 10,33).
El Dios, cuya santidad se había manifestado en la liberación de su pueblo (Ez 20,41), será considerado blasfemo por cuantos pretenden dominar a los hombres en su nombre: las autoridades religiosas que tienen "por padre al diablo, homicida desde el principio" (Jn 8,44).

EL DIOS AGUAFIESTAS.

Las autoridades hacen fiesta, fingiendo ignorar que para Dios la verdadera fiesta consiste en "enderezar al oprimido y defender al huérfano" (Is 1,17) y no en pomposos rituales: "Vuestras solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé..." (Is 1,14-15); "retirad de mi presencia el barullo de los cantos, no quiero oír la música de la cítara" (Am 5,23).
Dios no oye las cantinelas litúrgicas sino "el clamor de los pobres" (Job 34,28).
El Creador ignora los ritos que le ofrecen los "pastores de Israel", y su mirada se vuelve al pueblo, verdadera víctima sacrificial de esta fiesta: "Viéndolo Jesús echado y notando que llevaba mucho tiempo..."
Jesús, que ve lo que las autoridades ignoran, toma la iniciativa con el enfermo ("¿quieres ponerte sano?") y lo estimula a repreender el camino de la libertad: "Levántate, carga con tu camilla y echa a andar".
En la acción de Jesús se realiza la promesa de Dios de cuidar de su pueblo: "Yo mismo conduciré mis ovejas al pasto..., vendaré a las heridas, curaré a las enfermas..." (Ez 34,1-31), como estaba profetizado en el libro de Ezequiel contra los pastores de Israel "que se apacientan a sí mismos" y no "han fortalecido a las débiles, ni curado a las enfermas, ni vendado sus heridas".
El episodio en cuestión es la primera de las dos transgresiones del descanso sabático por parte de Jesús narradas en el evangelio de Juan.
Que Dios hubiese terminado la creación el séptimo día era una verdad revelada indiscutible que ninguno se atrevía a poner en duda.
Jesús, sí.
Él no está de acuerdo con el autor del libro del Génesis y con la doctrina ofcialmente enseñada de que "Dios había concluido toda su tarea y descansó en el día séptimo de toda su tarea" (Gn 2,1), y afirma: "Mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo" (Jn 5,17).
Para Jesús la cración no sólo no está terminada, sino que "espera con impaciencia" la plena realización de los hombres como "hijos de Dios" (Rom 8,19).
Éste es el designio del Padre para quien Jesús trabaja infatigablemente, con la finalidad de extender a todos los hombres la acción vivificante de Dios.
Y Jesús prolonga la acción del Creador comunicando vida aun en sábado, día en el que está prohibida cualquier actividad y en el que el Talmud veta expresamente curar a los enfermos: "No se puede curar una fractura, ni siquiera meterla en agua fría" (Shab. M. 20,5).
Una vez más la acción del Dios creador agua la fiesta al Dios legislador, y la aséptica ceremonia litúrgica se arruina por la irrupción de la vida.

1/23/2012

EL SANTO BLASFEMO.

Una sola fiesta de las seis que jalonan el evangelio de Juan no tiene otro calificativo que la fiesta de "los judíos" (Jn 5,1), expresión con la que el evangelista no indica casi nunca a los pertenecientes al pueblo de Israel, sino a las autoridades religiosas y los jefes del pueblo.
Siguiendo la cronología de Juan, esta fiesta anónima puede ser identificada con Pentecostés, en la que se conmemoraba la promulgación de la Ley en el Sinaí: "Pentecostés es el día en que fue dada la Ley" (Pes 68b).
El evangelista sitúa la fiesta en Jerusalén, en una "piscina" (más exactamente en una cisterna-aljibe de recogida de agua de lluvia) de la que da el nombre: "Bethesda".
Tres veces se citan en el evangelio de Juan nombres "en hebreo", y siempre en relación con el asesinato de Jesús:
-En la piscina de "Bethesda" se toma la decisión de matarlo (Jn 5,2.18).
-En el tribunal llamado "Gábbata" se le condena a muerte (Jn 19,13-16).
-En el "Gólgota" se ejecuta la sentencia (Jn 19,17-18).
El hecho de que el evangelista diga que es la fiesta de "los judíos" subraya que es fiesta solamente para los jefes, mientras la gente es descrita como "una muchedumbre de enfermos: ciegos, tullidos, resecos (lit. entumecidos) y no como un pueblo en fiesta.
El día en que los jefes celebran la ley, el evangelista denuncia los efectos de su uso en el pueblo.
La ley, convertida en instrumento de dominio, sirve para reprimir y atrofiar los estímulos vitales del hombre, volviéndolo incapaz de ver (ciego), sin autonomía (tullido) y vaciado de vida (entumecido).
Indiferentes ante la triste situación del pueblo, los jefes hacen fiesta, y el esplendor de la ceremonia oculta el sufrimiento de la gente: "Había un hombre allí que llevaba treinta y ocho años con su enfermedad".
El número "38" alude a la tragedia del Éxodo que, de promesa de libertad, se transformó en un gran fracaso, en cuanto que ninguno de los hombres escapados de la esclavitud de Egipto, alcanzó la tierra de la libertad, sino que todos murieron en el desierto "Anduvimos caminando treinta y ocho años, hasta que desapareció del campamento toda aquella generación de guerreros, como les había jurado el Señor" (Dt 2,14; Nm 14,20-33).
El uso intencionado del número 38 y la ausencia de especificación de la dolencia indican que en la enfermedad de este hombre se representa la trágica situación del pueblo sin esperanza: como los antecesores en el desierto, no ha alcanzado la libertad y está en espera de la muerte.
La tierra prometida se ha transformado en tierra de esclavitud y la felicidad garantizada por Dios a su pueblo es una quimera que, cada vez más lejana en el tiempo, se transforma en desesperación en lugar de ser fuente de esperanza consoladora: "Nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido; estamos perdidos" (Ez 37,11).

1/17/2012

LOS CALZONCILLOS DE LOS SACERDOTES.

La imagen de Dios que se deduce de la lectura de la Biblia es un tanto contradictoria. La contradicción refleja las diferentes culturas, espiritualidad y circunstancias de las decenas de autores que han compuesto aquellos escritos que después han confluido en la Biblia y que se declaran globalmente "Palabra de Dios".
De una primera lectura de la Biblia salen al menos dos imágenes contrastantes de Dios: la de "Creador" y la de "Legislador".
El Creador se entusiasma con su creación y no puede menos de exclamar cada vez que todo lo que va haciendo es "bueno... muy bueno" (Gen 1).
El Legislador no hace otra cosa que poner carteles con el letrero de "prohibido" (Lv 11).
El Creador eleva a la dignidad de su palabra la serenata un poco "audaz" de un enamorado a su querida: "¡Qué hermosa eres, mi amada, qué hermosa eres! (Cant 4,1). "Esa curva de tus caderas como collares; tu ombligo, una copa redonda rebosando licor; tu vientre, montón de trigo, rodeado de azucenas; tus pechos como crías mellizas de gacela (Cant 7,2.4)
El Legislador llega a prescribir con meticulosidad obsesiva hasta el material y la largura de los calzoncillos de los sacerdotes: "de lino que les cubran sus partes, de la cintura a los muslos" (Éx 28,42).
El Dios creador ama la vida.
El Dios legislador la hace imposible.
Para el primero todo es puro (Tit 1,15).
Para el segundo todo es pecaminoso.
El Creador quiere elevar al hombre a su mismo nivel.
El Legislador lo aleja.
El Dios creador busca personas que se le asemejen.
El Legislador, súbditos que le obedezcan. Mientras la semejanza desarrolla al hombre y lo conduce a la plenitud de la libertad, la obediencia le quita la serenidad y le produce angustia.
La observancia religiosa separa de los no practicantes y crea la superioridad.
La semejanza aproxima a todos y lleva al servicio.
Insertándose en la línea de los profetas, Jesús no sólo tomó partido decididamente a favor del Dios creador, oponiéndose al Legislador y a sus representantes, sino que llevó el conocimiento de Dios a un nivel todavía más profundo, presentándolo como "Padre": aquél que no se limita a crear algo externo a sí, sino que por amor comunica su propia vida a la humanidad.
Un amor que no es condicionado por las respuestas del hombre, sino que se propone incesantemente para transmitir vida.
Con esta actitud, Jesús, manifestación visible de este Dios, se vuelve a los individuos que encuentra o que le salen al encuentro, "bautizándolos", esto es, sumergiéndolos en la realidad del amor del Padre.
Los personajes varones que aparecen en los evangelios son en su mayoría negativos.
Incluso los mismos discípulos son presentados como obtusos y hostiles a Jesús.
Hasta durante la última cena, después de la comunión, en lugar de dar gracias, se ponen a discutir violentamente entre ellos sobre quién es el más importante: "Surgió entre ellos una disputa sobre cuál de ellos debía ser considerado más grande" (Lc 22,24).
Al contrario, los aproximadamente veinte personajes femeninos presentes en los evangelios son todos positivos, a excepción de la ambiciosa "madre de los hijos de Zebedeo" (Mt 20,20-28), y de Herodías, adúltera y asesina (Mt 14,1-11).
Las mujeres son presentadas en los evangelios como las que, cronológica y cualitativamente, han acogido y comprendido primero a Jesús: desde la madre, que es grande no porque lo haya dado a luz, sino porque ha sabido hacerse discípula del hijo, a María Magdalena, primera testigo y anunciadora de la resurrección.
Pero hay un personaje femenino inquietante, cuya embarazosa historia constituyó una especie de "patata caliente", que al menos por un siglo, ninguna comunidad cristiana aceptó en su evangelio y que en los siguientes siglos, fue cuidadosamente censurada por los Padres de la Iglesia de lengua griega.
Solamente en el siglo III los once escandalosos versículos encontraron hospitalidad en un evangelio que no era el originario y debieron esperar otros doscientos años antes de ser insertados en la lectura litúrgica.
Actualmente este episodio conocido con el título de "La mujer adúltera", se encuentra en el evangelio de Juan (8,1-11).
El estilo de este relato, su gramática y los términos usados en él excluyen que haya sido compuesto por el autor del evangelio de Juan, siendo atribuido unánimemente a Lucas.
En efecto, si esta perícopa se quita del evangelio de Juan, éste es más lineal, mientras que si se inserta en Lc 21,38 encuentra en él su contexto natural.
Su estilo, temática y lenguaje son propios de Lucas, el evangelista que ha hecho del amor misericordioso de Jesús el leitmotiv de su evangelio.
Pero la actitud del Señor con relación a la adúltera fue considerad peligrosa por la vacilante estabilidad conyugal en las comunidades cristianas, y contradictoria con el rigor del sacramento de la penitencia en uso en la Iglesia primitiva, de modo que ninguna comunidad quería este relato inserto en su evangelio porque -como escribe preocupado Agustín- podía hacer creer "a las esposas la impunidad de su pecado" (De Coniug. Adult. II,7,6).
El relato está ambientado en el templo de Jerusalén. El espacio donde Dios debía manifestar su amor se convierte en una trampa mortal.
La temática del episodio censurado se refiere a la elección de Dios en el que hay que creer: el Dios legislador que castiga con la muerte la desobediencia a sus leyes o el Padre que no condiciona su amor al comportamiento del hombre.
Un Dios que mata o uno que salva.
Conducen a Jesús a "una mujer sorprendida en adulterio".
El matrimonio en Israel se contraía en dos etapas: los "esponsales", ceremonia durante la que la muchacha de doce años y el hombre de dieciocho son declarados marido y mujer, volviendo después cada uno a su casa; y, un año después, las "bodas", momento a partir del que comienza la vida en común.
Si se comete adulterio entre el espacio de tiempo que va de los esponsales a las bodas, la pena prevista es de lapidación (Dt 22,23-24) como piden a Jesús los escribas y fariseos para la adúltera sorpendida en el acto.
Para el adulterio después de las "bodas", la mujer es estrangulada (Sanh 11,1.6). Así pues, la "mujer" arrastrada hasta Jesús, apenas tiene doce-trece años.
En una cultura en la que los matrimonios se decidían por las familias y los esposos se conocían con frecuencia solamente el día de los esponsales, el adulterio era común (aunque no fácil).
Los varones que hacen las leyes (para después enmascararlas como "Palabra de Dios") se previenen al respecto.
Mientras un hombre es culpable de adulterio sólo si la mujer con la que se une es hebrea y casada (teniendo, por tanto, permiso para sobrepasarse con todas las núbiles o paganas), para la mujer "adulterio" es cualquier relación con un hombre (Dt 22,22-29; Lv 20,10).
¿Y en caso de duda?
Se deja la decisión al juicio de Dios.
En el libro de los Números (5,11-31) se prescribe que la mujer sospechosa de adulterio sea llevada al sacerdote que le descubrirá la cabeza (solamente las prostitutas llevan la cabeza descubierta) y le hará beber un jarro lleno de agua donde ha esparcido ya la ceniza del suelo del santuario y disuelto la tinta con la que había escrito en un rollo todas las acusaciones delmarido.
Si a la pobre le da dolor de barriga es señal inequívoca de que es culpable y es condenada: Palabra de Dios.
A Jesús, "los escribas y fariseos" le han preparado una trampa.
La mujer ha sido cogida en "flagrante adulterio" (el evangelista subraya hasta el momento: "al alba"). Moisés, portavoz de Dios, mandó apedrear a "mujeres como ésta". ¿De parte de quién se alinea Jesús?
Sea cual fuere la respuesta, Jesús se perjudica perdiendo la reputación o la libertad.
Si está de acuerdo con el Dios legislador, sufrirá inmediatamente un descenso en el índice de popularidad ante aquella masa de marginados y pecadores que lo siguen por haber visto en él un mensaje de esperanza y misericordia.
Si es contrario a lo que Moisés ha mandado, la policía del templo está preparada para arrestarlo como sacrílego blasfemo y peligroso subvertidor de la Ley dictada palabra a palabra por Dios mismo.
Jesús responde escribiendo "en la tierra", gesto simbólico que alude a la denuncia del profeta Jeremías hacia cuantos "han abandonado la fuente de agua viva" y "serán escritos en el polvo" (Jr 17,13), esto es, entre los muertos. Para Jesús aquellos que cobijan sentimientos de muerte están ya muertos.
Jesús denuncia que tan celosa defensa de la Ley por parte de los escribas y fariseos sirve solamente para enmascarar su odio mortal.
A la vista de la insistencia de los acusadores para que se pronuncie, Jesús da una respuesta que desactiva sus planes de muerte.
"Quien de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra contra ella".
El evangelista anota que "se fueron uno a uno, comenzando por los ancianos".
Como en la historia de Susana narrada en el libro de Daniel (Dn 13), estos "ancianos" no son los "viejos", sino los "presbíteros", esto es, los influyentes miembros del Sanedrín, que gozaban entre los escribas y fariseos de gran prestigio y tenían el derecho de juzgar.
Este grupo, que se había mostrado compacto cuando se trataba de condenar, se disgrega cuando se ve en peligro de ser desenmascarado ("se fueron uno a uno").
Comprendido bien por Pablo ("¿Quién condenará? Cristo Jesús, que ha muerto, más aún, que ha sido resucitado, y que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros", Rom 8,34) y descrito magistralmente por Agustín ("Quedan solo dos, la miserable y la misericordia", Com. a Juan 33,5), el comportamiento de Jesús, el único "en el que no hay pecado" (1 Jn 3,5) no es de condena.
Los jueces han conducido a Jesús a una adúltera para condenarla; él ve a una mujer a la que hay que ayudar.
Jesús que "no ha venido a juzgar", sino a salvar (Jn 3,17), no reprueba a la mujer y ni siquiera la invita a arrepentirse y a pedir perdón cuando menos a Dios: éste le ha sido ya concedido incondicionalmente.
Y con el perdón del Padre ha recibido también la fuerza necesaria para volver a vivir: "vete, y de ahora en adelante no peques más".
El Dios legislador, abandonado de sus policías, ha dejado la escena del linchamiento al legítimo Dios del templo, un padre que manifiesta su amor y no "rompe la caña cascada" (Mt 12,20), sino que la refuerza con su perdón vivificante.

CINCO MANDAMIENTOS MÁS UNO.

Enumerando al individuo en cuestión los mandamientos que permiten alcanzar la vida eterna, Jesús omite aquellos que miran a las obligaciones para con Dios.
Según Jesús no son indispensables para la "salvación" los tres exclusivos de Israel, cuya observancia garantizaba a esta nación el "status" de pueblo elegido, al tiempo que confirma el valor de cinco mandamientos esenciales válidos para cualquier hombre, hebreo o pagano, creyente o no, que contemplan comportamientos básicos de justicia en relación con el prójimo: "no matar; no cometer adulterio, no robar, no dar falso testimonio, honrar al padre y a la madre".
Para comprender el significado de los dos últimos mandamientos es conveniente situarlos en el contexto cultural de la época.
"No dar falso testimonio" no equivale simplemente a "no mentir".
El "falso testimonio" es la acusación injusta con la que se condena a una persona a la pena capital (Dt 19,18).
El "honor" que hay que darle al padre y a la madre no consiste solamente en el "respeto" o en la "obediencia" debida a los padres, sino en su manutención económica, en cuanto que los padres ancianos quedaban totalmente a cargo de los hijos, y la pobreza se consideraba como un gran deshonor: "¿En qué consiste el honor al padre? En alimentarlo, vestirlo... (Pea 15b; Eclo 3,1-16).
Entre los cinco mandamientos enumerados, Jesús inserta también, con gran habilidad, el de "no defraudar", aludiendo a un precepto contenido en el libro del Deuteronomio: "No defraudarás al asalariado pobre y necesitado, le darás su salario el mismo día, antes de que se ponga el sol" (Dt 24,14).
Jesús introduce este precepto antes del mandamiento de honrar (mantener) a los padres: las obligaciones hacia la familia no eximen del deber hacia los otros, en este caso los asalariados: y al individuo de "muchas posesiones" le recuerda que en la base de toda riqueza puede estar el fraude (cf. Sant 5,4).
"Maestro", responde triunfante el tal -"todo esto lo he observado desde pequeño".
Ahora se siente mejor.
Se le ha pasado, aunque por poco tiempo, la angustia.
Él es un perfecto observante de la Ley, practicándola desde la infancia. Es muy rico y también muy religioso.
Por lo demás a los ricos no les resulta difícil ser religiosos: cuando se tiene la panza llena es más fácil que nazca un deseo de reconocido conjuro hacia Aquel a quien se considera la fuente de tanta providencia.
Pero ¿cómo este individuo, tan rico y tan piadoso, está angustiado por la vida eterna?
La motivación está contenida en la repuesta de Jesús: "Entonces Jesús se le quedó mirando y le mostró su amor diciéndole: Te falta todo (lit. "una cosa te falta"): ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres, que tendrás en Dios tu seguridad (lit. "tu riqueza"); y anda, ven y sígueme".
Jesús le quita su seguridad ilusoria de hombre rico y piadoso: "¡Te falta todo!" La traducción: "Una sola cosa te falta" induce a pensar en un cumplido por parte de Jesús ("eres tan bravo, haz un esfuerzo más y pondrás la guinda en la tarta").
En la simbología numérica hebrea, cuando falta a una cifra la unidad es como si faltase todo (el pastor que tiene 100 ovejas y la mujer fque tiene 10 monedas, cuando se le pierde el uno se quedan sin nada (Lc 15,4.8).
Jesús no reconoce los méritos del piadoso rico y no lo elogia, sino que le hace notar que le falta todo, pues tanta riqueza y la constante práctica religiosa no lo han hecho un hombre feliz (en la versión de Mateo el individuo es consciente de sus carencias y pregunta: "¿Qué me falta"?, Mt 19,20).
La observación de Jesús nace de la mirada creadora del Hombre-Dios que "no mira la apariencia" (1 Sm 16,7), sino que ve el corazón.
Mientras los hombres ven la riqueza y la envidian, la mirada de Dios desenmascara la miseria y la compadece: "Tú dices: soy rico, tengo reservas y nada me falta. Aunque no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo" (Ap 3,17).
Jesús propone al rico angustiado poner la propia seguridad en Dios ocupándose de la felicidad de los otros. Esto permitirá al Padre tener cuidado de su felicidad.
A quien le falta todo, Jesús le propone fiarse de Dios para poder, como el salmista, exclamar "no me falta nada" (Sal 23,1).
El don de sí mismo es un camino practicable por todos y permite a cualquiera asemajarse al Cristo que "siendo rico se hizo pobre para hacer ricos a los pobres" (2 Cor 8,9) y realizarse plenamente alcanzando el ideal deseado por el Creador de la humanidad: la condición divina (Jn 1,12).
Encontrar a Jesús no trae siempre bienes.
El piadoso rico va angustiado al encuentro de Jesús y vuelve de él "entristecido y afligido".
Ha ido a Jesús para tener más y Jesús lo invita a dar más.
Se ha vuelto al Señor para saber cómo obtener en el futuro la vida eterna y Jesús lo invita a tener ya en el presente la condición divina.
El obstáculo para la plenitud de la vida a la que Jesús lo invita es la riqueza, y el motivo de la aflicción es "porque tenía muchas posesiones".
En la comunidad de los creyentes, Jesús no admite ningún rico (rico es quien tiene), sino solamente señores (señor es quien da) comó él.
Mientras el leproso, después del encuentro con Jesús, se curó (Mc 1,42) y el endemoniado recuperó su sano juicio ("se fue de allí y se puso a proclamar por la Decápolis lo que Jesús le había hecho", Mc 5,20), el rico, precisamente por no renunciar a cuanto posee, ha elegido venderse otra vez al dinero, prefiriendo estar angustiado, triste y afligido, pero rico.
Jesús le había propuesto experimentar dimensiones ilimitadas: "Tendrás un tesoro en el cielo".
El rico "siervo de sus propios haberes, en lugar de señor de ellos" (Ambrosio), ha preferido el angosto y obtuso horizonte de quien cree solamente en aquello que se puede tocar: el dinero, la riqueza. Es más fácil para Jesús liberar a un hombre de los demonios que lo poseen que de la riqueza, como "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el reino de Dio" (Mc 10,25); el rico es el único personaje en todos los evangelios que rechaza la invitación a seguir a Jesús.

RICOS Y VENDIDOS.

¿Qué es lo que puede impedir al hombre alcanzar la plenitud de su condición humana, anunciada por Jesús y propuesta por los evangelistas como "buena noticia"?
El rechazo de una oferta de plena felicidad puede estar motivado solamente por algo más atractivo que lo que se propone.
Esto "más atractivo" es identificado por los evangelistas con la seguridad que la sociedad ofrece al hombre a cambio de la plena aceptación y sumisión a tres grandes poderes: el económico, el religioso y el político, sobre los cuales aquélla se cimenta.
Jesús denuncia como enemigo número uno de Dios y su eterno antagonista a "Mammón", ídolo que en los evangelios representa la divnización de la riqueza. Este dios-dinero, de fascinación irresistible, delante del cual todos están dispuestos a inclinarse, seduce a los hombres alentándolos con la perspectiva de la felicidad que la acumulación de bienes puede garantizar (Mt 6,24).
En realidad, como todos los ídolos, esta divinidad, falsa y embustera, engaña a los hombres y traiciona a quien le da culto. En lugar de dar la felicidad prometida, "Mammón" destruye a cuantos lo adoran.
El rey Acab que, empujado por la codicia, se adueña de la viña de Nabot, es acusado por el profeta Elías de haberse "vendido" a los bienes que creía haber adquirido (1 Re, 21,20.25).
Los profetas enseñan que uno se hace igual a lo que se ama: "Se consagraron a la Ignominia y se hicieron abominables como su idolatrado" (Os 9,10; cf. Jr 2,5).
El ansia de poseer conduce en realidad a la posesión ("venta") del individuo que, en lugar de servirse de sus propios bienes, es dominado por ellos.
Los evangelios refieren un episodio que muestra claramente cómo el hombre prefiere permanecer en la infelicidad, pero con abundancia de bienes, a ser feliz con poco.
El evangelio de Marcos (19,17-22) presenta a "un individuo", acuciado por una fuerte angustia, que, en cuanto ve a Jesús, se echa a correr hacia él y se le postra "de rodillas".
En este evangelio corren solamente el endemoniado (Mc 5,6) y este personaje anónimo, y se arrodillan delante de Jesús únicamente el leproso (Mc 1,40) y este "individuo". Haciendo seguir este episodio al del leproso y el endemoniado, el evangelista trata de poner al lector en el camino de la recta interpretación.
La utilización de los verbos "correr" y "postrarse de rodillas" unen temáticamente los tres episodios, indicando que estos personajes están oprimidos por una angustia tan insoportable como para empujarlos a transgredir públicamente las convenciones que regulan la vida social. En Oriente, de hecho, no existe la prisa y correr es un comportamiento reprochable.
Como el leproso era tenido por castigado y rechazado por Dios a causa de sus pecados (Nm 12,9-10) y el endemoniado era prisionero de su propia violencia ("se golpeaba con piedras", Mc 5,5), el "individuo", que va corriendo al encuentro de Jesús, "postrándose ante él", muestra ser también una persona excluida por Dios, esclava de un poder que lo domina, lo vuelve prisionero y lo destruye.
Creadas estas expectativas en el lector, Marcos solamente al final de la narración desvela la identidad de "tal individuo", mostrándolo con la única característica que lo hace reconocible: la riqueza.
El anónimo personaje tiene "muchas posesiones", expresión con la que se indica a los terratenientes; Mateo y Lucas apuntan que es "muy rico" (Mt 19,22; Lc 18,23; 12,19).
Aquella condición social que, para la mentalidad común, ofrece el máximo grado de seguridad, produce según los evangelistas solamente angustia.
El ansia de este individuo de "muchas posesiones" es debida a la inseguridad de poder "merecer" (lit. ser acreedor de) la vida eterna".
En los evangelios los únicos preocupados por el más allá son las personas bien situadas en esta tierra: los ricos y religiosos que quieren asegurarse poder estar tan bien y tan seguros en la otra vida como lo están en ésta (Lc 10,25; 18,18). En el evangelio de Marcos, así como en el de Mateo y Lucas, las raras veces que Jesús habla de la vida eterna es siempre a petición de alguno que está preocupado, interesado o que siente curiosidad por ella.
El Mesías no ha venido a anunciar cóm poder "heredar la vida eterna", sino cómo construir el "reino de Dios".
Por esto responde de modo brusco a la petición.
Si su interlocutor está preocupado solamente del "cómo" heredar la vida eterna, se ha equivocado de dirección. En todo caso Jesús le refresca el catecismo: para entrar en la vida eterna basta observar los mandamientos.

1/16/2012

MENÚ MACABRO.

La larga narración de la muerte de Juan Bautista, la única en la que Jesús no es protagonista, sirve a los evangelistas para preparar a los lectores a la muerte del Mesías.
Conforme se van delineando los perfiles de los personajes aparece clara la analogía con los protagonistas de la pasión de Jesús.
Herodes y Pilatos se comportan del mismo modo: ambos saben que el hombre, cuya muerte se pide, es inocente, y quisieran librarlo.
Pero no pueden, porque no son libres.
Creen deber juzgar a un prisionero, pero son ellos mismos los prisioneros del propio poder.
Herodes no puede salvar a Juan, porque ha dado su palabra delante de todos los comensales y, ya se sabe, un poderoso no puede decir nunca "me he equivocado", porque pone en juego su prestigio; entre la propia infalible palabra y la vida de un inocente es ésta última la que debe sacrificarse, aunque ello pueda producir pasajeras lágrimas de cocodrilo ("el rey se puso triste").
Pilatos es el gobernador que, a pesar de haber pasado a la historia por la teatral exhibición conla que había mostrado las manos limpias ("se lavó las manos cara a la gente" Mt 27,24), las tenía bien sucias de sangre, como recuerda el evangelio de Lucas cuando refiere el episodio de "aquellos galileos, cuya sangre había mezclado Pilatos con la de las víctimas que ofrecían" (Lc 13,1).
Éste, aunque convencido de la inocencia de Jesús, lo deja morir cediendo a la extorsión de las autoridades religiosas: "¡Si sueltas a ése, no eres amigo del César! (Jn 19,12).
Para Pilatos no está en juego una amistad, sino una carrera.
De hecho "Amigo del César" era un ambicionado honor concedido por el emperador como premio por la lealtad, que permitía entrar a formar parte del círculo exclusivo de los íntimos del César (1 Mac 2,18).
Y Pilatos, debiendo elegir entre el sacrificio de un inocente y la propia carrera, no tiene dudas.
Unidos en el permitir la injusticia, Pilatos y Herodes encuentran su amistad en la condena de Jesús: "Aquél día se hicieron amigos Herodes y Pilatos" (Lc 23,12).
La hija de Herodías, que lo hace todo con tal de complacer a los dos poderes, el de la madre y el de Herodes, a los que está sometida, anticipa el comportamiento de los habitantes de Jerusalén, capaces de aplaudir a Jesús ("¡Hosanna!", Mt 21,9) y unos minutos después, instigados por las autoridades religiosas, también de gritar "¡Crucifícalo!" (Mt 27,22).
El comportamiento de Herodías, presentada en la narración con los rasgos de la terrible Jezabel -reina que no contenta con "exterminar a todos los profetas del Señor" buscaba asesinar al profeta Elías (1 Re 18,13; 19,2)-, recuerda la actuación de las autoridades religiosas que matan a los profetas y apedrean a los invitados de Dios (Mt 23,34-37).
La denuncia de Juan constituía un peligro para la posición alcanzada por Herodías.
Jesús será una amenaza para el prestigio de los sumos sacerdotes, que, interesados de verdad por su muerte, se comportan exactamente como la mujer de Herodes.
Como ella, también ellos han cometido adulterio, abjurando de Dios, único rey de Israel (Sal 5,3), y aceptando el dominio de un rey pagano ("No tenemos más rey fque el César", Jn 19,15).
En la cena de Herodes, la única comida que aparece es un macabro plato con la cabeza de Juan: "un verdugo fue, lo decapitó en la cárcel, le llevó la cabeza en una bandeja y se la dio a la muchacha: y la muchacha se la dio a su madre".
El día en que Herodes habría debido dar gracias por el don de la vida, él la quita y la ofrece de comida en el banquete donde los muertos se alimentan de muerte y generan fantasmas: Herodes oyendo hablar de Jesús creerá que se trata de "aquél Juan a quien yo le corté la cabeza" y cuya muerte continúa obsesionándolo (Mc 6,14-16).
La única luz en un episodio tan tétrico la ponen los discípulos de Juan que, a riesgo de encontrar el mismo final que su maestro, van a recoger el cadáver y lo ponen en un sepulcro.
Pero la muerte del grano de trigo se convierte en alimento para la vida (Jn 12,24), y los evangelistas hacen seguir inmediatamente después del banquete de la muerte el de la vida: el episodio del reparto de los panes y peces, elementos vitales que alimentan a "cinco mil hombres" (Mc 6,30-44).

LA CORTE DEL ZOMBI.

Herodías está furibunda.
Un fanático salvaje predicador está a punto de hacer saltar por tierra su plan fatigosamente llevado a cabo.
Se había casado con uno de los hijos de Herodes el Grande, Filipo, un buen hombre sin ninguna ambición.
Éste, acusado de complot y desheredado, se había ido con su familia a Roma donde llevaba una vida de simple ciudadano.
Demasiado poco para la ambiciosa Herodías, que soñaba con una existencia más agitada de la que le permitía su gris marido.
La oportunidad le vino con ocasión de una visita a Roma de su cuñado, Herodes Antipas, de cincuenta años.
Amante del lujo como su padre, había heredado de él una "tetrarquía" (la cuarta parte del reino) que abarcaba las regiones de Galilea y Perea.
Herodías, consciente de no poder perder esta ocasión para cambiar de marido, seduce y conquista a su cuñado.
Abandonado Filipo y repudiada por Herodes su legítima mujer, Herodías se instala felizmente en la corte.
Para Herodes esta mujer será el principio de sus desdichas y total ruina: ya sólo para comenzar, el suegro, Aretas, rey de los nabateos, se vengará del ultraje sufrido por su hija aniquilándole su ejército (Ant 18,9-10).
A continuación, empujado por la insaciable Herodías, que ya se veía de reina, a pedir al emperador Calígula la ansiada corona de "rey" (en lugar de contentarse con el simple título de "tetrarca"), Herodes será depuesto por Calígula y enviado al exilio a Lión en las Galias (39 d.C), donde será matado poco después por orden del mismo emperador.
Pero ahora el peligro para Herodías está representado por Juan Bautista, que denuncia a Herodes por haber actuado contra la Ley de Dios: "No te es lícito tener la mujer de tu hermano".
Juan no reprocha a Herodes haber repudiado a la primera mujer o ser polígamo (hechos permitidos por la Biblia), sino haber tomado por mujer a lamujer de su hermano, en contra de la expresa prohibición del libro del Levítico (20,21).
La ira y el miedo de Herodías se deben al hecho de que no sólo Herodes considera a Juan un hombre "justo y santo", escuchándolo con gusto, sino que para protegerlo de las intrigas de su mujer lo ha recluido en la cárcel de su palacio (según Flavio Josefo, la fortaleza de Maqueronte junto al Mar Muerto, Ant. 18,5,2).
Finalmente llegó para Herodías el día propicio para desembarazarse del incómodo profeta ("quería quitarle la vida, pero no había podido") "cuando Herodes por su aniversario dio un banquete". El término griego utilizado por los evangelistas para indicar este día no es el de "cumpleaños", sino otro vocablo que indica la conmemoración del nacimiento de una persona ya difunta.
La elección de los evangelistas es intencionada. Herodes que representa el poder, la esfera de la muerte, aunque, físicamente vivo, está ya muerto, y cuando cumple años no puede añadir vida sino sólo muerte sobre muerte.
En el día siniestro de su cumpleaños-aniversario fúnebre, Herodes ofrece una cena "a sus magnates, a sus oficiales y a los notables de Galilea", la acostumbrada fauna de enanos y bailarinas que, obsequiosa, rodea desde siempre a los poderosos de turno que, conscientes de no ser amados, gustan de ser adulados.
Durante la fiesta sucede un hecho inaudito para una corte oriental: la hija de Herodías se pone a bailar para los comensales.
La danza de una princesa no tiene precedentes en aquel mundo, por cuanto eran sólo las bailarinas-prostitutas las que bailaban durante los banquetes.
Herodías, que, para conservar el poder alcanzado considera lícito cualquier medio, no duda en prostituir a su propia hija que es poco más que adolescente: los evangelistas la presentan con un término griego que indica una muchacha en edad casadera, hecho que tenía lugar en el mundo hebreo entre los doce o trece años de edad.
La escena del banquete resalta un modelo querido por la literatura judía, el de Ester y del rey Asuero.
Pero mientras Ester seduce al rey para salvar al pueblo de la muerte (Est 5-7), Herodías prostituye a su hija para asesinar a un inocente.
Herodes está satisfecho: ha ofrecido a sus comensales un espectáculo impensable en las otras cortes orientales y digno de la gran Roma.
Aunque princesito de provincia, se siente ya un gran rey que puede disponer de su reino y promete a la muchacha: "Pídeme lo que quieras, que te lo daré".
Una fanfarronada.
Herodes es una nulidad, un simple administrador de un territorio no suyo, sino de los conquistadores romanos, del que no tiene ni siquiera poder para ceder ni un palmo de terreno: con singular ironía, el evangelista Marcos, desde este momento en adelante, lo llamará siempre "el rey".
De hecho Herodes Antipas no es sino un mediocre príncipe de poca monta que Jesús define como "zorro" (Lc 13,22), animal que en la cultura hebrea no representa la astucia sino la insignificancia.
La "hija de Herodías", sin identidad ni personalidad, tiene que preguntar a la madre qué es lo que quiere, y Herodías tiene ya preparada la petición que debe hacer al marido: "la cabeza de Juan Bautista".
La hija, dispuesta a todo con tal de complacer a su madre, va precipitadamente a Herodes ("entró ella enseguida adonde estaba el rey") y transmite la petición de la dulce mamaíta; y con un añadido propio relativo al modo ("ahora mismo... en una bandeja"), ordena terminantemente: "Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan Bautista".

ENANOS Y BAILARINAS.

(Mt 14,1-12; Mc 6,17-29)

Mateo y Marcos, los dos evangelistas que narran la ejecución de Juan el Bautista (Mt 14,1-12; Mc 6,17-29), omiten deliberadamente en su versión de los hechos dar el nombre del principal protagonista del relato, presentada solamente como "hija de Herodías".
En una narración en la que todos los personajes llevan nombre (el festejado es Herodes, el muerto es Juan, la que pide el asesinato, Herodías) llama la atención la omisión del nombre de la hija de Herodías, Salomé, de "Shalom", "paz" (Ant. 18,136.137).
Habitualmente los evangelistas presentan un personaje anónimo cuando, más allá de su real dimensión histórica, lo creen representativo de cuantos se pueden reconocer en sus rasgos: es raro que de una persona, de la que se sepa cómo se llama, se evite el nombre.
En el episodio la omisión del nombre se explica porque Salomé es presentada como persona sin cáracter ni voluntad propia, sólo como peón de una intriga macabra en la que los evangelistas prefiguran el complot que llevará al asesinato de Jesús.

IMPOTENTE PODER.

Frente a la espera del acontecimiento prodigioso que se la ha pedido, Jesús replica: "Eres tú quien debe bajar y tu hijo vivirá". En esta invitación se encuentra el núcleo del problema y la causa de la enfermedad del hijo del dignatario: "baja tú".
El dignatario ha pedido a Jesús que "baje" de lo alto de su omnipotencia para obrar un milagro.
Pero Jesús no puede.
Quién está "en lo alto" no es Jesús, que "no ha venido para ser servido, sino para servir" (Mt 20,28), sino el dignatario.
Éste debe bajar y abandonar su privilegiada posición, porque los títulos honoríficos, en cuanto prestigiosos, son incapaces de comunicar vida, y un hijo, si no recibe la vida del padre, no puede existir: muere.
El dignatario, habituado a concebir jerárquicamente las relaciones con los otros, habla del hijo utilizando la palabra "chiquillo", término que en la lengua griega significa también "siervo" e indica la inferioridad y la sumisión del hijo respecto al padre.
Jesús le recuerda que es su "hijo", vocable que exige una relación de igualdad debida a la comunicación de vida entre padre e hijo.
La dinámica del relato se comprende mejor si se inserta en la cultura de la época, en la que se creía que la vida era transmitida íntegra y exclusivamente por el padre (por esto no existe en la lengua hebrea el término "progenitor" sino "padre" y "madre" con papeles completamente diversos: mientras el padre es el que "engendra" al hijo, la función de la madre consiste en alimentarlo y después "darlo a luz", Is 45,10).
La causa de la enfermedad mortal del hijo es la falta de relación con el padre; el evangelista subraya lo dramático del caso indicando que se trata de un hijo único ("el hijo").
La grave responsabilidad del dignatario real es el haber sido separado del papel a él atribuido por la sociedad, sacrificando "paternidad" por "dignidad". Solamente ahora éste se da cuenta de que con todo su poder es impotente para salvara a su hijo.
Pero siempre es posible -como en este caso- la conversión: "Se fió el hombre de las palabras que le dijo Jesús y se puso en camino".
Jesús lo ha invitado a una auténtica relación con el hijo enfermo, a no esperar de Dios el milagroso "maná del cielo" para alimentarlo y darle vida, sino a convertirse él mismo en pan para el hambriento.
Mientras los hombres le piden una "señal para que viéndola le crean" (Jn 6,30), Jesús lo invita primero a creer para hacerse después señal visible; el dignatario en lugar de esperar "señales y prodigios" de lo alto, comprende que debe ser él mismo una señal eficaz para el hijo.
Aquél que había comenzado pidiendo a Jesús "ponerse en camino" comprende que la causa de la enfermedad era su "estar en lo alto" y que debía bajarse, despojarse de su dignidad real, para volver a ser un hombre. Sólo desde el momento en que empieza a bajar, a ponerse en camino, Juan lo llama "hombre".
En cuanto el potente abandona el pedestal de su propia posición, comienza la metamorfosis: ya no es un "dignatario" que ordena, sino un hombre que cree ("Se fió el hombre...") y el personaje importante vuelve a ser persona. "Cuando iba a ya bajando lo encontraron sus siervos y le dijeron que su chico vivía".
El hombre continúa descendiendo, se pone en el nivel del enfermo y éste vive.
Está claro cuál era la enfermedad del hijo: la ausencia del padre.
Aquél que debía transmitirle la vida, no existía ya.
Era solamente un personaje tan distante como para no poder transmitir otra cosa que muerte.
El hombre les preguntó a qué hora se había puesto mejor, y ellos le contestaron: "Ayer a la hora séptima se le quitó la fiebre". Cayó en la cuenta el padre de que había sido aquélla la hora en que le había dicho Jesús: "Tu hijo vive, y creyó él con toda su familia".
El hijo no sólo ha mejorado, sino que está curado. Porque el dignatario, "bajando" ha vuelto a ser en primer lugar "hombre" y después "padre", aquel que transmite al hijo la vida para hacerlo igual a sí.
Por primera vez en el relato aparece la "familia" que antes no existía, porque no se podía llamar así a la casa del dignatario real donde todos eran subordinados. El dignatario que había ido a Jesús para pedirle que curase a su hijo ha descubierto ser él mismo el enfermo que debía ser curado.

¿QUIÉN DEBE BAJAR?

El paso que va de la espera pasiva de milagros para cambiar el mundo al empeño activo por transformarlo, se presenta en el evangelio de Juan de modo figurado.
Escribe el evangelista que "había un dignatario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún" (Jn 4,46).
No se habla como sería de esperar de "un padre (o un hombre) cuyo único hijo...", sino de un "dignatario real" (el término griego indica a alguien perteneciente a la familia real, más que a un simple descendiente o "funcionario".
El protagonista de la narración se identifica hasta el punto con su papel que no se presenta como hombre, marido o padre, sino sólo como "dignatario real".
A través de la figura rigurosamente mantenida en el anonimato de un individuo que goza de gran autoridad y prestigio en la sociedad, el evangelista representa a cualquier persona que ejerza poder.
El dignatario se da cuenta (un poco tarde) de que su único hijo, su heredero, está en las últimas.
Sabiendo que Jesús se encontraba en Caná de Galilea, le salió al encuentro pidiéndole "que bajase y curase a su hijo, que estaba a punto de morir". No dice qué clase de enfermedad tiene, porque ésta, como se desvelará más tarde, se llama "dignatario real".
El dignatario, hombre importante, cuyo papel en la corte lo ha colocado en el vértice de la sociedad, no interpela a uno a quien considera inferior, sino a aquél que tiene por más poderoso: Jesús Mesías, el Hombre-Dios.
Y le suplica entrar en acción, "que baje", con una intervención que actúe con eficacia y rapidez desde fuera sobre su propio hijo moribundo.
Puede parecer desconcertante el áspero reproche que Jesús dirige a un padre lleno de angustia por el propio hijo: "Como no veáis señales portentosas, no creéis".
Jesús no responde a una sola persona, sino que usando el plural ("como no veáis... no creéis") se dirige a todos aquellos que se reconocen en el personaje del dignatario: aquellos que buscan siempre soluciones desde fuera, que sean tal vez costosas, difíciles, "con señales portentosas" a su exclusiva disposición.
Incapaces de escudriñarse por dentro, éstos no se dan cuenta de que el remedio sería sencillo, al alcance de la mano, pero tal que los obligaría a mirar en su propio interior; pero esta visión no sería demasiado hermosa (aquellos que buscan "signos" son calificados por Jesús como "generación perversa y adúltera", Mt 16,4).
El dignatario no comprende el reproche de Jesús dirigido a que no busquen soluciones portentosas de lo alto, e insiste: "Señor, baja antes que se muera mi chiquillo".
La suya no es una oración, sino una orden: baja..., intervén..., cura", insistiendo en el equívoco de pedir a Jesús aquello que se espera deba hacer el mismo dignatario.
Y mientras tanto se pierde el tiempo: el hijo está muriéndose, el dignatario real insiste y Jesús no da un paso.
La persistente súplica del dignatario es un intento de adjudicar a Jesús la reponsabilidad del agravamiento de la condición del propio hijo: "antes que muera".
Jesús tiene la culpa si el hijo se agrava.
"Si hubiese estado aquí, mi hermano no habría muerto", reprocha Marta a Jesús (Jn 11,21); "¿No te importa que muramos?, claman los discípulos contra un Jesús adormecido (Mc 4,38).

1/11/2012

¿MILAGROS? NO, GRACIAS.

Los "signos" cumplidos por Jesús y narrados en los evangelios son manifestaciones del amor de Dios a la humanidad, no perceptibles por cuantos esperan demostraciones de poder (Jn 2,18):
"Pues mientras los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros predicamos un Mesías crucificado, para los judíos escándalo, para los paganos locura" (1 Cor 22-23).
Los sedientos de lo extraordinario, incapaces de reconocer a Dios en lo cotidiano, piden insistentemente a Jesús que les muestre "una señal del cielo" (Mt 16,1-4).
Como el profeta Elías buscan a Dios en "el huracán tan violento, que descuajaba los montes y hacía trizas las peñas delante del Señor, en el terremoto y en el fuego" (1 Re 19,11-12). A cuantos le piden "milagros" que vuelvan en beneficio propio las leyes físicas que regulan el mundo, Jesús responde con una invitación a la "conversión", un cambio en las leyes que regulan las relaciones sociales en beneficio de los otros.
Su enseñanza no deja espacio a la espera de intervenciones espectaculares de lo alto, sino que es una invitación a practicar con fidelidad un amor al alcance de todos: "Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y fuisteis a verme" (Mt 25,35-36).
No hay necesidad de que el Señor "multiplique" los panes. Basta con distribuir proporcionalmente los que ya hay (Mt 14,13-21).
No es menester gritar "Sálvanos Señor" (Mt 8,25), sino darse cuenta de que la salvación se ha realizado ya y hacerla operativa (Mc 16,16).
Por esto en los evangelios no se encuentra nunca la palabra griega que significa "milagro", y Jesús presenta siempre un duro rechazo a la petición de hacer "signos y prodigios".
La expresión "signos y prodigios" que se refiere a los tan estrepitosos como funestos portentos de Moisés (Éx 7,3.9), se atribuirá siempre a los que se llaman a sí mismos ungidos del Señor y falsos profetas que "ofreceran señales y prodigios, que engañarían, si fuera posible, también a los elegidos" (Mt 24,24), pero no será nunca utilizada para indicar la actividad vivificadora de Jesús.
Por las acciones del Señor, los evangelistas prefieren utilizar los términos "signos" y "obras", gestos que potencian la vida de los hombres desde dentro comunicándole la misma capacidad de amar de Jesús.
Estas acciones no son una prerrogativa exclusiva de Jesús, sino una facultad que todo creyente está obligado a mostrar como efecto de la adhesión a Cristo: "Sí, os lo aseguro: Quien me presta adhesión, hará obras como las mías y aún mayores" (Jn 14,12).

1/10/2012

EL DIOS QUE LIBERA.

En un mundo donde los rabinos parecían más expertos en ginecología que en teología, Jesús lleva la relación con Dios a su verdadera dignidad.
Es el comportamiento hacia los otros el que permite o no la comunión con Dios y no la observancia de reglas inventadas por los hombres (Mt 15,1-20).
El encuentro de la desesperada "hemorroísa" -mujer moribunda-, con la vida que Jesús comunica tiene lugar mientras éste se dirige hacia la casa de Jairo, uno de los jefes de la sinagoga, para ir a "imponerle las manos" a su hija a punto de morir (Mc 5,23).
El evangelista subraya que la mujer ha oído hablar de Jesús, y lo que ha oído suscita en ella una nueva esperanza, dándole fuerza para llevar a cabo su gesto.
Jesús tiene ya fama de anunciar con palabras y gestos concretos que el amor de Dios se dirige a todos y no reconoce las discriminaciones morales y religiosas que dividen a los hombres en categorías de puros e impuros (Mc 1,40-45; 2,1-17).
Sobre todo, Jesús no acepta ningún impedimento puesto por los hombres entre el amor de Dios y éstos.
La mujer coge al vuelo la oportunidad de este encuentro con Jesús y piensa: "si le toco, aunque sea la ropa, me salvaré".
La Ley de Dios le impide tocar a cualquiera, pero el deseo de vida es más fuerte fque todo tabú moral y religioso.
Si continúa observando la Ley no cometerá pecado, pero morirá; si intenta transgredirla tiene una esperanza de vida.
La mujer se esconde entre la multitud que sigue a Jesús y cuando se encuentra de espaldas a éste, esperando que ninguno se dé cuenta, le toca el manto e "inmediatamente se secó la fuente de su hemorragia, y notó en su cuerpo que estaba curada de aquel tormento".
Pero a la probecilla no le ha dado tiempo de sentirse curada cuando se le presenta un mal trance. De hecho Jesús, dándose cuenta, se vuelve inmediatamente y pregunta: "¿Quién me ha tocado la ropa?"
Solamente los discípulos, entre toda la multitud, no se han dado cuenta de la tensión del momento, y con poco respeto se vuelven a Jesús tratándolo de irreflexivo: "Estás viendo que la multitud te apretuja ¿y sales preguntando "quién me ha tocado"?
Obtusos, como siempre, acompañan a Jesús, pero no lo siguen.
Están junto a él, pero no le son cercanos; por esto son siempre refractarios a la vida que Jesús transmite y comunica a cuantos se le acercan.
Según los discípulos Jesús "está mirando a la multitud", pero la mirada del Señor busca a su alrededor "para distinguir a la que había sido".
A la pobrecilla no le queda ahora otra cosa que ser descubierta y esperar una terrible reprimenda: "¿Cómo has podido, mujer impura, tocar a un hombre de Dios?".
Su gesto ha transmitido su impureza a Jesús, que ahora está también infectado.
El libro del Levítico avisa que transgredir la ley de la pureza ocasiona el castigo de parte de Dios: "Precaved a los israelitas de la impureza, para que no mueran por su impureza, por haber profanado mi morada entre vosotros" (Lv 15,31).
La mujer la ha liado y ahora espera la humillación pública y el castigo.
Pero todo esto no le quitará la alegría de haber sido curada y devuelta a la vida. Y así saca fuerzas de flaqueza y, asustada y temblorosa, confiesa la transgresión.
A la mujer que estaba excluida por causa de su enfermedad del amor de Dios, en lugar de un reproche le llega un elogio alentador, al oír como su transgresión es considerada un gesto de fe: "Hija, tu fe te ha salvado", en la versión de Mateo, Jesús la alienta expresamente ("Ánimo", Mt 9,22).
Aquello que, a ojos de la religión, es un sacrilegio, para Jesús es una expresión de fe.
En lugar de ser castigada por la transgresión, Jesús le augura un futuro de serenidad: "Márchate en paz y sigue sana de tu tormento".
El abismo que la religión había puesto entre la santidad de Dios y la impureza de los hombres es anulado por Jesús que se vuelve a la mujer llamándola "Hija", expresión tan cargada de íntima comunión como para anular toda distancia.
La mujer, que ha encontrado a Jesús, oprimida por su mal (lit.: "tormento"), una vez que ha experimentado la curación, no es enviada a ir al templo para la ofrenda prescrita de agradecimiento (Lv 15,29), sino a "marchar en paz", donde el hebreo "shalom", paz, expresa todo el conjunto de circunstancias que hacen plenamente feliz a una persona.

EL DIOS GINECÓLOGO.

El único que podría salvarla es Dios.
Pero ella, "impura", no puede ni siquier pensar en volverse al "tres veces Santo" (Is 6,3) que ha establecido tajantemente que todo lo relativo al sexo sea clasificado como "impuro".
No fiándose de los hombres, el mismo Señor tiene cuidado de enumerar con abundancia de detalles, dignos de un manual médico, todos los casos que hacen "impuros" al hombre y a la mujer, condición que imposibilita la comunicación con Dios (Lv 5,2-3; 22,3).
El nacimiento de un niño hace "impura por siete días" a la madre, que "pasará treinta y tres días purificando su sangre" (Lv 12,1-5) (los números se duplican cuando el nacimiento es de una niña, Lv 12,1-5).
El hombre es considerado impuro, no sólo en caso de gonorrea (blenorragia), enfermedad venérea conocida en la época, sino también por lamera "emisión de semen" que lo hace "impuro hasta la tarde"; "si un hombre se acuesta con una mujer y tiene una polución, se bañará y quedará impuro hasta la tarde" (Lv 15,18).
Más complicada se presenta la situación de la mujer: "Ésta, cuando tenga su mestruación, quedará manchada durante siete días" (Lv 15,19).
Durante ese tiempo es semejante a una contagiada de peste. A las mujeres en estas circunstancias les está prohibido entrar en el santuario y participar en el culto; Flavio Josefo las coloca entre "los leprosos y los que tienen gonorrea" en el elenco de personas que no pueden ni siquiera celebrar la Pascua (Guerra Judía 6,9,3).
No sólo "quedará impuro hasta la tarde quien la toque", sino que la mujer contaminará "el sitio donde se acueste o donde se siente; mientras esté manchada, quedará impuro" (Lv 15,24).
La situación se agrava en caso de irregularidad en las menstruaciones que hacen impura a la mujer durante todo el tiempo del flujo.
Una vez "curada del flujo, contará siete días y después quedará pura. El octavo día tomará dos tórtolas o dos pichones, los presentará al sacerdote, a la entrada de la tienda del encuentro" (Lv 15,28-29).
Las ya fatigosas y mortificantes prescripciones dictadas por Dios mismo serán aceptadas y ampliadas por la tradición rabínica que hará tragicómicos estos preceptos.
En la última sección del Talmud, donde se enumera todo lo que puede hacer a alguien impuro, se dedica todo un tratado a las impurezas menstruales de la mujer, pero, no siendo bastante, el tema de las menstruaciones se encuentra disperso por todo el Talmud, con prescripciones que son una mezcla de primitivismo por tratarse de conocimientos ginecológicos aproximativos, tabúes, supersticiones y terrorismo religioso.
Se enseña que "una mujer irregular (en su regla) no debe tener relaciones y no tiene derecho a la dote ni a la devolución de sus bienes; su marido la debe repudiar y no tomarla nunca más" (Nid B. 12b); el descuido en la observancia de los preceptos de la menstruación causa la muerte de la mujer (Ber. B. 31b).
Se describe con precisión incluso el tamaño de la gota de sangre suficiente para tener que recurrir a los ritos de purificación (del tamaño de un grano de mostaza, Ber. B. 31a) y se avisa que es peligroso tener relaciones con una mujer durante su menstruación porque "cuando una mujer con la menstruación pasa entre dos hombres, si es al comienzo del período, provoca la muerte de uno de ellos y si, al final, hace surgir una pelea entre ambos" (Pes 3a).

DIOS QUE MARGINA.

"Hemorroisa"; con este poco elegante apelativo se presenta en los evangelios a una mujer anónima que "llevaba" doce años con flujo de sangre", y protagonista de encuentro con Jesús (Mc 5,25-34).
El evangelista inserta en la narración un detalle muy importante que amplía el significado del episodio: el número "doce", cifra que alude idílicamente a Israel formado desde el principio por doce tribus (Gen 49,1-28); la especificación de que la mujer está afectada por la enfermedad desde los "doce años" es un apunte literario con el que el evangelista indica que este personaje representa a Israel; el significado del relato no se limita a la protagonista del episodio, sino que se extiende a todo el pueblo judío. En el pasado, el deseo de poner nombre a todo y a todos, hizo que se llamase Verónica a esta mujer anónima, haciéndola protagonista después del encuentro con Jesús en el camino del calvario (Evangelio de Nicodemo, 7).
En el mundo oriental, cuando una persona estaba enferma, se consideraba señal de poco amor llamar a un único médico; en este caso se convocaba el mayor número posible de médicos con el resultado de multiplicar las prescripciones contradictorias y los honorarios.
Probablemente por esta causa es poco lisonjero el juicio que los contemporáneos tenían de los médicos, que eran considerados como una asociación de delincuentes.
Si la Biblia resalta el comportamiento del médico ("la enfermedad es larga, el médico se ríe", Eclo 10,10), el Talmud, de modo mucho más expeditivo, condena a toda la clase médica: "El mejor de los médicos es digno de la gehenna (Qidd, 4,14).
Habiendo sobrevivido a los médicos que la habían llevado a la miseria total, la mujer está ahora en situación desesperada.
El evangelista la describe como afectada por una "hemorragia/flujo de sangre" (clínicamente "metrorragia crónica", pérdida de sangre independientemente del flujo mestrual).
En la cultura hebrea, en la que la sangre es la misma vida de la persona ("La vida de todo ser viviente es su sangre", Lv 17,14), la pérdida de la sangre significa la pérdida de la vida; esta mujer está muriendo lentamente.
Pero no sólo esto.
Una mujer por esta enfermedad es considerada impura y equiparada a una leprosa (Zab. 5,1.6): no puede acercarse a nadie ni nadie puede acercársele; si está desposada, no puede tener relaciones con su marido, y si es soltera, no puede casarse.
Por su situación la religión la condena a la esterilidad; el constante flujo de sangre la lleva a la muerte. La mujer no tiene ninguna esperanza ni otra salida que no sea esperar la muerte.

SACERDOTES EN SUSPENSIÓN DE PAGOS.

La acción de Jesús se dirige a eliminar de raíz est comercio sagrado.
Remontándose a la más genuina tradición profética de denuncia de un culto no requerido por Dios (pero que por desgracia el que gusta a los hombres, Am 4,5), Jesús denunciará el templo como "cueva de ladrones" (Mt 21,13) donde se ofrece a Dios aquello que se le roba al hombre.
Ya el profeta Oseas había dicho claramente que el que se hace ilusiones de buscar al Señor "con ovejas y vacas no lo encontrará jamás" (Os 5,6) y a Miqueas, que se preguntaba con qué cosas se podría presentar dignamente ante el Señor (si "con becerros de un año" o "con un millar de carneros o diez mil arroyos de aceite"), Dios le había respondido: "Hombre, ya te he explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el derecho y ames la lealtad y que seas humilde con tu Dios" (Miq 6,6-8; 1 Sm 15,22).
La relación con Dios no se establece a través del culto, sino con la vida: "Misericordia quiero y no sacrificios" (Os 6,6; Mt 9,13).
Los evangelistas desarrollan esta temática en la narración de la curación del paralítico de Cafarnaún (Mt 9,1-8), espisodio importante porque es la única vez en los evangelios en los que Jesús perdona los pecados (en Lucas el perdón es concedido también la prostituta, Lc 7,48)
A Jesús que, tanto con su enseñanza como con sus obras, ha presentado a un Dios que dirige hacia todos su amor (Mt 8,1-13), "intentaban acercarle un paralítico echado en un catre" (Mt 9,2).
Jesús que ve en esta gente la fe, se vuelve al paralítico con palabras cargadas de afecto: "¡Ánimo, hijo! Se te perdonan tus pecados" (Mt 9,2).
La fe, esto es, la adhesión a Jesús, cancela los pecados del hombre.
A simple vista puede parecer que la acción de Jesús defrauda las expectativas del enfermo que quizás contaba con ser curado.
Pero no era ésta la esperanza del paralítico que, en la cultura de la época, era tenido por un cadáver que respiraba y, por tanto, tenido por incurable.
En toda la Biblia no existe un solo caso de curación de personas completamente paralizadas, y en el Talmud, donde se ruega por todo y por todos, no se encuentra una sola oración para pedir la curación de un paralítico.
La frase pronunciada por Jesús desencadena la reacción encolerizada de los teólogos oficiales presentes, que encuentran incompatible la fácil absolución concedida por el Señor con la doctrina tradicional enseñada por ellos y emiten inmediatamente su sentencia con autoridad.
Aludiendo a Jesús en tono fuertemente despectivo, comentan escandalizados: "Éste blasfema" porque, como enseña su catecismo, "sólo Dios puede perdonar los pecados" (Mc 2,7).
El Evangelista subraya la total incompatibilidad entre Dios y la institución religiosa que pretende representarlo: la primera vez que los miembros de la jerarquía religiosa escuchan a Jesús, no sólo no reconocen en él la palabra de Dios, sino que lo denuncian como blasfemo.
La acción de Jesús de restituir la vida es para los defensores de la ortodoxia un crimen digno de muerte (Lv 24,16), capital por el sumo sacerdote, máxima autoridad religiosa, y por todo el sanedrín: "El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras diciendo:-Ha blasfemado, ¿qué falta hacen más testigos? Acabáis de oír la blasfemia, ¿qué decidís?" Contestaron: "Pena de muerte" (Mt 26,65-66).
El gesto de Jesús es peligroso para el sistema.
Ha perdonado los pecados de aquel fulano sin ni siquiera nombrar a Dios sin que el paralítico le haya pedido perdón, confesado sus pecados, recitado el mea culpa y, sobre todo, sin que haya pagado en penitencia ni siquiera un polluelo.
Si se toma en serio la enseñanza de Jesús de que, para obtener el perdón de los pecados, basta perdonar las culpas a otro (Mc 11,25), porque " donde el perdón es un hecho, no hay necesidad de más ofrendas por el pecado (Heb 10,18), el pueblo no tendrá por qué ir más al santuario para obtener la absolución, y vendrá la bancarrota del templo y el desempleo de los sacerdotes.
La institución se alarma: "Este hombre realiza muchas señales. Si lo dejamos seguir así, todos van a darle su adhesión " (Jn 11,47).
Es el primer choque entre Jesús y las autoridades religiosas.
Mientras Jesús ve en los portadores del paralítico la fe, en los teólogos ve la maldad de sus pensamientos.
Jesús no los encara en el plano teológico, sino en el de la vida: "?Qué es más fácil, decir "Se te perdonan tus pecados" o decir "levántate y echa a andar"?
Que una persona haya sido perdonada realmente por Dios no es un hecho visible y ninguno lo puede garantizar, pero la curación de un enfermo considerado incurable es verificable por todos.
Y, sin esperar respuesta alguna, Jesús pasa a la acción y cura al paralítico que "se levantó y se marchó a su casa". Jesús no se ha limitado a perdonar al hombre su pasado de pecador, sino que le ha transmitido fuerza vital para una nueva vida, y la gente presente en el episodio, habiendo comprendido que esta capacidad no es una facultad exclusiva de Jesús, "da gloria a Dios, que ha dado a los hombres tal autoridad". El montaje teológico de los escribas cae por tierra junto con la imagen de Dios predicado por ellos. Si sólo Dios puede al mismo tiempo "perdonar las culpas y curar las enfermedades" (Sal 103,3), Dios está con Jesús.
No es él quien blasfema, sino las autoridades religiosas las que calumnian a Dios presentándolo deseoso de los sacrificios del hombre.
Teólogos y sacerdotes que tenían la tarea de enseñar, "hacen perecer al pueblo por falta de conocimiento" (Os 4,6).
Para tutelar los propios intereses y el propio prestigio, éstos han llegado hasta el punto de falsificar la misma ley de Dios que se glorían de observar escrupulosamente: "¿Por qué decís: "Somos sabios, tenemos la Ley del Señor?" si la ha falsificado la pluma de los escribanos" (Jr 8,8).
Las autoridades religiosas y espirituales transmiten al pueblo una idea falsa de Dios y de sus exigencias, empujándolo de hecho a adorar un ídolo falso creado para uso y abuso propio. Y el pueblo es conducido a la absurda situación de que cuanto más cree venerar a Dios más se aleja en realiad de él: "Ha multiplicado los altares para pecar" (Os 8,11).