Este único encuentro entre Jesús y Nicodemo se ha
interrumpido dejando al fariseo con sus ¿cómo
es posible?...
El evangelista ofrece, sin embargo, otra oportunidad
a Nicodemo, que aparece con ocasión de un intento fallido de prender a Jesús.
Los guardias, enviados a arrestar a Jesús, volvieron
a los sumos sacerdotes y fariseos con las manos vacías, con el achaque de que ”nunca
hombre alguno ha hablado así” (Jn 7,46).
Los fariseos, alarmados por Jesús, que consigue
conquistar incluso a los guardias, están furibundos porque éstos se permiten tener
una opinión distinta de la impuesta por ellos. (“¿Es que también vosotros os habéis dejado engañar? ¿Es que alguno de los jefes
le ha dado su adhesión o alguno de los fariseos?, (Jn 7,47-48), y transforman
su ira en desprecio: «Esa plebe que no conoce la Ley está maldita» (Jn 7,49).
Remitiéndose a la Ley, en cuya bondad todavía
cree, Nicodemo intenta inútilmente defender a Jesús: “¿Es que nuestra Ley condena
a un hombre sin antes escucharlo y averiguar lo que hace?”(Jn 7,51).
Nicodemo cree que la Ley puede ser un
instrumento de justicia. No se da cuenta de que, en manos de los fariseos, la Ley,
reducida a mentira ”por la pluma falsa
de los escribano”.
(Jr 8,8), se ha transformado en un instrumento de dominio y de muerte del “padre de la mentira” (Jn 8,44), y que justamente los guardianes, celosos de la ley de Moisés, son los primeros en ignorarla cuando no les interesa (“¿No fue Moisés quien os dejó la Ley? Y, sin embargo, ninguno de vosotros cumple esa Ley», (Jn 7,19).
Sorprendidos de lleno en la transgresión de su
legislación, los fariseos no saben replicar a Nicodemo si no es con el insulto:
”¿Es que también tú eres de Galilea? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas» (Jn 7,52).
Los expertos conocedores de la Escritura, llevados
por su furor, cometen un clamoroso error: de hecho la Biblia atestigua que de Galilea
provenía “el profeta Jonás, hijo de Amitay, natural de Gatjéfer”. Enseña la escritura
que “cuando el impío maldice a Satanás,
se maldice a sí mismo. (Eclo 21,27).
La maldición lanzada por los fariseos contra la “gente que no conoce la Ley» (Jn
7,49), se vuelve contra ellos mismos.
La tercera y última escena en la que aparece
Nicodemo es con ocasión de la sepultura de Jesús.
Jesús mismo ha sido asesinado en nombre de la
Ley (“Nosotros tenemos una Ley, y, según esa Ley, debe morir, porque se ha
hecho hijo de Dios», Jn 19,7) y ahora su cadáver pende del patíbulo de los “maldecidos
por Dios» (Dt 21,23).
Ausentes los familiares y desaparecidos los discípulos,
para la sepultura de Jesús deben intervenir dos miembros del sanedrín, José de Arimatea,
“discípulo de Jesús, pero clandestino por miedo a los dirigentes judíos» (Jn 19,38), y el fariseo Nicodemo
“aquél que, al principio, había ido a verlo de noche” (Jn 19,39).
Recordando que Nicodemo había ido a Jesús ”de
noche” (Jn 3,1), el evangelista señala que la acción sigue desenvolviéndose bajo
el signo de la incomprensión.
“Cogieron entonces el cuerpo de Jesús y lo ataron
con lienzos junto con los aromas, como tienen costumbre los judíos de dar sepultura”(Jn
19,40).
El hecho de que éstos provean a la sepultura del
condenado indica que no están de acuerdo con la injusticia perpetrada por sus
colegas.
Nicodemo, incapaz de seguir a Jesús mientras
vivía, intenta honrarlo ahora que está muerto.
El que no ha comprendido la necesidad de un
nuevo nacimiento se hace presente para llevar a cabo un rito funerario.
No creyendo que la muerte no interrumpe la
vida, Nicodemo trata de impedir lo más posible su efecto devastador, llevando
una cantidad desproporcionada de perfumes y aromas (“unas cien libras de mirra
de una mezcla de mirra y áloe » ,( Jn 19,39).
Haber tocado el cadáver de Jesús volverá a
Nicodemo impuro y no le permitirá celebrar la inminente fiesta de Pascua.
Por primera vez el fariseo Nicodemo
transgrede un precepto de la Ley, pero esta claraboya le permite la irrupción del
Espíritu y una acción de muerte lo abre finalmente a la vida.
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