8/07/2013

LAS CEBOLLAS DE MARTA. (Lc 10,38-42). La reina de la casa.



Un riesgo que se corre en la lectura de los evangelios es el de interpretarlos según los esquemas de la mentalidad occidental, lejana de los modos de hablar y de actuar de la cultura oriental. 

Pues bien, uno de los episodios peor interpretados de los evangelios ha sido el de la visita de Jesús a las dos hermanas, Marta y María. 

El pasaje, que se encuentra solamente en el evangelio de Lucas, ha sido considerado con frecuencia como un elogio por parte de Jesús de la vida contemplativa (la parte mejor .. ) en menoscabo de la activa (“andas preocupada e inquieta con tantas cosas” ). 

Según esta interpretación, Jesús privilegiaría a una elegida minoría de personas que se puede permitir pasar la vida contemplando al Señor, dejando a la mayoría de la gente los afanes y las preocupaciones ordinarias de la vida. 

¿Es cierto que el evangelista ha intentado decir esto? 

Para una comprensión más exacta de este pasaje del evangelio hay que dejarse guiar por las claves de lectura que el evangelista coloca en el texto con la finalidad de llevar al lector hacia su justa interpretación.
Lucas comienza su narración escribiendo que "mientras iban de camino” (y se supone que se trata de Jesús y de sus discípulos), "entró también él en una aldea” (Lc 10,38). 

Dama la atención inmediatamente en el texto el brusco cambio de sujeto, que del plural (“iban” ) pasa al singular (“entró” ). 

El cambio es pretendido. 

Para el evangelista, los discípulos, firmemente anclados en la mentalidad tradicional, no pueden entrar con Jesús en el lugar donde el Señor decretará el fin de uno de los usos y costumbres más consolidados en una sociedad de fuerte impronta masculina como era la judía. 

Jesús entra en una aldea. De esta aldea, donde habitan Marta y María, no se dice el nombre. 

Cada vez que en los evangelios se encuentra una aldea anónima, el episodio tiene que ver con la incomprensión o la resistencia a Jesús y a su mensaje (Lc 9,52-56; 17,11-19). 

La aldea indica de hecho el lugar atrasado, tenazmente apegado a las tradiciones, que ve con desconfianza las novedades. Para el evangelista el lugar es representativo de una situación generalizada que se encuentra donde rige el apego a la tradición, al “¡sí siempre se ha hecho así...! 

Al entrar Jesús en la aldea, “una mujer de nombre Marta, lo recibió en su casa” (Lc 10,38). El nombre de la mujer, Marta, representa todo un programa: en la lengua aramea, significa de hecho “patrona de la casa” (y el evangelista subraya que la casa es suya). Marta tiene “una hermana llamada María, que se sentó a los pies del Señor para escuchar sus palabras” (Lc 10,39). 

El comportamiento de María, que es interpretado según las categorías de la cultura oriental, no expresa una actitud adorante hacia Jesús, sino la de normal acogida al huésped. 

Si María está “a los pies” de Jesús es porque en las casas de Palestina no hay sillas, sino esteras o alfombras, donde recostarse. 

La actitud de María hacia Jesús es la habitual del discípulo hacia su maestro, como se lee en el Talmud: “Sea tu casa un lugar de reunión de los doctos; empólvate de los polvos de sus pies y bebe con sed sus palabras” (Pirqê  Abot, 1,4). 

María no contempla a Jesús, sino que lo acoge y escucha, deseosa de aprender su mensaje, indiferente a la prohibición del Talmud que prescribe que “una mujer no tiene que aprender otra cosa que a utilizar el huso» (Yoma 66b). 

El modo de actuar de María, en una cultura fuertemente masculina como era aquella oriental, no podía ser tolerado. Corresponde solamente al hombre rendir los honores de casa. La mujer está escondida e invisible. Su lugar está en la cocina entre los hornillos, como hace Marta, la ama de la casa, “dispersa en múltiples tareas” (Lc 10,40). 

Marta se cree la “reina de la casa”, mientras, en realidad, es esclava de su condición (como premio de consolación ha sido proclamada “Patrona de las amas de casa” y su fiesta se celebra el 29 de julio). 

Es la gran victoria del poder: dominar a las personas haciéndoles creer que son libres, haciendo pasar fraudulentamente ajos y cebollas por leche y miel. 

Que una mujer “se dispersase en múltiples tareas” se nos dice en el retrato de la perfecta “ama de casa” que hace la Biblia: “Adquiere lana y lino, sus manos trabajan con gusto ... Todavía de noche se levanta para dar la ración a sus criadas ... Se ciñe la cintura con firmeza y despliega la fuerza de sus brazos. Aprecia el valor de sus mercancías y aun de noche no se apaga su lámpara. Extiende la mano hacia el huso y sostiene con la palma la rueca ... si nieva no teme por la servidumbre, porque todos los criados llevan trajes forrados. Confecciona mantas para su uso, se viste de lino y de holanda ... Teje sábanas y las vende, provee de cinturones a los comerciantes” (Prov 31,13.15.17-19.21-22.24). 

El retrato termina condescendiente: «Y no come el pan de balde» (Prov 31,27).

Esta sujeción de la mujer, que la obliga a comportarse como una bestia de carga, es confirmada por una sentencia de Rabbí Eleazar, según el cual si el marido posee “cien esclavas, debería obligar (a la mujer) a trabajar la lana, porque el ocio conduce a la impudicia” (Ket. M. 5,5). 

La cantidad de trabajo tiene por finalidad fatigar al individuo e impedirle de este modo pensar, como enseña la Biblia: “Haz trabajar al siervo para que no se rebele, déjale libres las manos Y buscará la libertad” (Eclo 33,26). 

La situación que ha llegado a crearse en la casa de las dos hermanas resulta insostenible. 

Dado que Jesús parece no darse cuenta de la grave transgresión llevada a cabo por María, es Marta quien interviene furibunda, reprochando ya al maestro, ya a la hermana: “Señor, ¿no se te da nada de que mi hermana me deje sola con el servicio? Dile que me eche una mano” (Lc 10,40). 

En el excitado ardor por devolver a la hermana a la cocina, Marta no se da cuenta de que su horizonte limitado se centra por completo sobre su persona (“mi hermana ... me deje sola ... me eche una mano”). Para ella es intolerable la actitud de su hermana que, como un hombre, se entretiene escuchando a Jesús. 

Marta no escucha el mensaje del que ha dicho de sí que ha venido “a poner en libertad a los oprimidos” (Lc 4,18). 

¿Qué necesidad tiene de aprender? 

¿No enseña el Talmud que es mejor que “las palabras de la Ley sean destruidas por el fuego antes que ser enseñadas a las mujeres?. (Sota B. 19a). 

Para excluir a la mujer del aprendizaje, los rabinos se encaramaban sobre los resbaladizos ejemplos de la Biblia, donde se escribe en relación a la palabra de Dios que “la enseñaréis a vuestros hijos» (Dt 11,19). 

Si Dios, tan preciso en sus dictados, hubiese querido que la enseñanza se extendiese también a las mujeres, habría añadido “a vuestras hijas” y, sin embargo, no lo hizo (Qid. B. 29b). 

“La costumbre de la mujer es quedarse en casa” sostenían los rabinos, mientras “la del hombre, salir y aprender de los hombres” (Ber. R. 18,1). 

En lugar de reprochar a María y empujarla al papel al que tradición y decencia han confinado a las mujeres, Jesús amonesta a la patrona de la casa: «Marta, Marta, andas preocupada e inquieta con tantas cosas: sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). En el evangelio la repetición de un mismo nombre asume el significado de un reproche severo (“Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas”, Lc 13,34). 

Para Lucas, la situación de Marta es dramática, porque es como la de los esclavos satisfechos de serlo. Éstos no sólo no aspiran a ser libres, sino que espían cualquier intento de libertad de los otros para devolverlos a la esclavitud, como denuncia Pablo en la carta a los Gálatas hablando de “aquellos falsos hermanos que se infiltraron para acechar nuestra libertad, esa que tenemos gracias al Mesías Jesús, con intención de esclavizamos” (Gál 2,4). 

Jesús reprende a la perfecta ama de casa y le dice que “María ha elegido la parte mejor, y ésa no se le quitará” (Lc 10,42), invitándola a hacer otro tanto. 

Esta parte mejor, que no puede ser quitada, es la libertad interior, garantía de la presencia del Espíritu de Dios, porque “donde está el espíritu del Señor, hay libertad” (2 Cor 3,17). 

Todo puede ser arrebatado al hombre, incluso la vida, pero no la libertad interior. 

Mientras la libertad exterior puede ser dada y quitada a los hombres , la libertad conquistada , fruto de un profundo convencimiento interior , ninguno la podrá quitar jamás al hombre.

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