A pesar
de que el ángel había dicho a María que Jesús «será llamado hijo de Dios» (Lc 1,35),
ella y José piensan que tienen que hacerla hijo de Abrahán.
Por esto
lo circuncidan y lo llevan a Jerusalén “tal como está prescrito en la Ley del Señor”
(Lc 2,23).
Y es
precisamente en el templo donde tiene lugar un suceso, el primero entre los
muchos conflictos entre la Ley y el Espíritu que marcarán la vida de Jesús.
María y
José van al Templo para cumplir un rito que el Espíritu intenta impedir
por ser inútil: consagrar al Señor a quien era ya el consagrado desde el
momento de su concepción.
Así, “en
el momento en que entraban los padres con el niño Jesús para cumplir con él lo
que era costumbre según la Ley» (Lc 2,27), Simeón, impulsado por el Espíritu,
va también al Templo.
Era
inevitable que entre el profeta “impulsado por el Espíritu» (Lc 2,27) y los
padres observantes que van a cumplir «todo lo que prescribía la Ley del Señor» (Lc
2,39) se produjese una colisión: Simeón quita el niño de los brazos de sus padres
y pronuncia sobre él palabras que dejan pasmados al padre y a la madre de Jesús
que “estaban sorprendidos por lo que se decía del niño» (Lc 2,33).
El
motivo del estupor es que Simeón afirma que Jesús no ha venido sólo para
Israel, sino que será «luz para todas las naciones» (Lc 2,23).
La luz,
símbolo de vida, no se limita a iluminar un solo pueblo, sino que se extiende a
toda la humanidad, paganos incluidos.
Isaías había
escrito en otro sentido.
Había dicho
que la luz del Señor brillaría solamente sobre Jerusalén y que los paganos
serían sometidos sin ninguna alternativa, porque «el pueblo y el rey que no se
te sometan, perecerán; las naciones serán arrasadas» (Is 60,12).
Ahora, sin
embargo, Simeón afirma que no serán los paganos los que serán arruinados, sino los
hebreos, porque Jesús «está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten»
(Lc 2,34).
María
no comprende estas palabras pero no hay tiempo ni siquiera para comprenderlas, pues
Simeón le dice: “Y a ti, tus anhelos, te los truncará una espada» (Lc 2,35).
La espada
se usa con frecuencia en el Nuevo Testamento como imagen de la incisividad de
la palabra del Señor (“Tomad por casco la salvación y por espada la del
Espíritu», Ef 6,17; Ap 1,16), que se describe como «viva y enérgica, más tajante
que una espada de dos filos, penetra hasta la unión de alma y espíritu, de
órganos y médula, juzga sentimientos y pensamientos», (Heb 4,12).
Será la
palabra de Jesús la espada que atravesará el alma y la vida de María; no
comprendida, su palabra le causará sufrimiento, invitándola a hacer una
elección radical. Y ya las primeras palabras que Jesús pronunciará en el
evangelio serán motivo de disgusto e incomprensión para José y María, que
comienza a darse cuenta de que, tal vez, las expectativas puestas en este hijo
se realizarán de modo bien diferente a
como ella pensaba. Cuando por primera vez en el evangelio Jesús abre la boca, es para reprochar a la madre y a su esposo, tratándolos de ignorantes.
como ella pensaba. Cuando por primera vez en el evangelio Jesús abre la boca, es para reprochar a la madre y a su esposo, tratándolos de ignorantes.
Escribe
Lucas que los padres de Jesús partieron de Jerusalén (adonde habían ido para la
Pascua) olvidando a su hijo: “Mientras ellos se volvían, el joven Jesús se quedó
en Jerusalén sin que se enteraran sus padres» (Lc 2,43).
María
no se describe como una madre-clueca, que no fomenta el crecimiento de sus
propios hijos, manteniéndolos bien pegados a su falda: tanto ella como el
marido parecen dejar al adolescente Jesús en libertad e independencia. Pero cuando,
finalmente preocupados por su ausencia, se ponen a buscarlo «a los tres días lo
encontraron en el templo sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles
preguntas» (Lc 2,46).
preguntas» (Lc 2,46).
Si, al
verlo, ambos -quedaron impresionados», es solamente la madre la que pregunta a
Jesús: “¿Por qué te has portado así con nosotros? ¡Mira con qué angustia te
buscábamos tu padre y yo” (Lc 2,48).
Jesús
no solo no acepta el tirón de orejas, sino que pasa a reprochar a sus padres: “¿Por
qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en lo que es de mi Padre?.
Jesús
reivindica la completa libertad de acción y recuerda a la madre que si José es
su marido, no por esto es su padre, como ella había afirmado incautamente (“ tu
padre y yo», Lc 2,48).
Una vez
más subraya el evangelista que “ellos no comprendieron lo que les había dicho» (Lc
2,50), y la espada, profetizada por Simeón, continúa atravesando el alma de María
“para que queden al descubierto las ideas de muchos» (Lc 2,35).
Las
palabras de Jesús, aunque no comprendidas, no son rechazadas por ella que “conservaba
todo aquello en la memoria” (Lc 2,51). Pero estaba todavía por llegar el
momento en que la palabra de Jesús traspasaría a la madre para convertirla en
discípula.
No hay comentarios:
Publicar un comentario